¿Te gustaría pasar a tomar un café?
Solo hay un problema: no me gusta el café.
No importa, no tengo café en casa.
La fuerza de este diálogo no está en la comicidad, sino en la paradoja que encierra. Dos negaciones se encadenan: primero, el café no es deseado; después, el café ni siquiera existe. Y, sin embargo, la invitación no pierde sentido: se vuelve más intensa. En ese desajuste se revela un principio central del pensamiento de Žižek: lo importante nunca es lo que se dice, sino lo que queda sin decir.
El café opera aquí como un significante vacío. Lo que se ofrece no es la bebida, descartada desde la primera réplica y anulada en la segunda, sino el trasfondo implícito que la palabra “café” vehicula. La invitación funciona precisamente porque no hay café: la ausencia obliga a leer el mensaje en otro registro.
De esta manera, el diálogo muestra cómo trabaja la ideología. No gobierna en lo literal, sino en el espesor de lo implícito, en la tensión entre lo enunciado y lo callado. Nos organizamos socialmente gracias a estas ficciones compartidas: todos entendemos que “el café” no es café, pero aceptamos el código para que la situación tenga eficacia.
Lo decisivo, entonces, es aprender a escuchar lo no dicho. Ahí es donde se articula la distorsión que da forma a la realidad. Žižek insiste en estas escenas mínimas porque nos entrenan a detectar el vacío productivo que sostiene los discursos. El café que nunca estuvo no es una anécdota graciosa, sino una lección sobre cómo opera el poder de lo implícito: nos recuerda que lo esencial no se pronuncia, se insinúa.
