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La mentira necesaria que conocemos como verdad

“La verdad tiene estructura de ficción”, escribió Jacques Lacan, desmontando de un solo golpe la ilusión de transparencia que recubre nuestros discursos. 

La frase es incómoda porque pone en jaque el supuesto más sólido de la modernidad: que decir la verdad equivale a describir fielmente la realidad. 

Para Lacan, en cambio, la verdad no se encuentra en la literalidad de lo dicho, sino en la torsión, en la coartada, en el malentendido que atraviesa todo acto de habla.

Lo evidente es que el lenguaje nunca entrega el objeto puro de la realidad. Siempre se desliza un resto, un exceso de sentido que no se agota en la palabra pronunciada. 

Así, el sujeto no dice simplemente lo que piensa, sino que se expone en el modo en que lo calla, en lo que repite sin advertir, en lo que formula a medias. 

El inconsciente habla precisamente en esos resquicios: en la broma, en el equívoco, en la pausa incómoda. 

Lo explícito funciona como máscara, lo implícito como revelación.

Cuando decimos “la mentira necesaria que conocemos como verdad” no afirmamos que todo sea falsedad, sino que la verdad necesita del ropaje de la ficción para hacerse soportable. 

Nos contamos historias de amor, de éxito, de nación, de justicia que nunca coinciden plenamente con lo real, pero que permiten sostener nuestra identidad y darle coherencia a lo vivido. 

En ese sentido, las ficciones no son engaños, sino la condición misma de posibilidad de una verdad subjetiva.

Sin embargo, las ficciones también encierran un riesgo. Cuando se convierten en refugios absolutos, dejan de sostener y empiezan a sofocar. 

Hay quienes se ahogan en el mar de relatos que construyen para no enfrentarse con lo real: se inventan una biografía heroica, un amor inexistente, una plenitud que solo vive en su discurso. 

Y al hacerlo, quedan atrapados en una mentira que ya no sostiene la vida, sino que la reduce a un eco vacío. 

Allí la ficción pierde su potencia creadora y se convierte en una cárcel.

La verdad, entonces, oscila entre sostener y asfixiar. 

No es la constatación objetiva de un hecho desnudo, sino el efecto de una narración que nos permite habitar el mundo. 

Está hecha de silencios, de ficciones, de mentiras necesarias. 

Pero si olvidamos que son ficciones, si las absolutizamos, terminamos convertidos en náufragos de nuestros propios relatos. 

Y en ese naufragio no hay nada heroico: solo la amarga lastima que produce ver a alguien hundirse en sus propias palabras.

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Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
  • Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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