Últimamente he notado que mis columnas han adoptado un tono severo, incluso diría acerado, con títulos que algunos lectores podrían llega a juzgar hasta como trágicos.
No en un sentido fatalista, no porque yo considere que el mundo se encuentre al borde de la disolución o que la vida carezca de sentido, sino porque la crítica, cuando es honesta, tiende a resaltar la fractura y el contraste con aquello que desearíamos.
Hoy, sin embargo, desperté con la pulsión de escribir sobre algo distinto, sobre lo que aún brilla en medio de los panoramas glaucos a los que llamamos vida: las personas buenas.
Decir persona buena parece ingenuo en tiempos que privilegian el cinismo y la sospecha.
Y, sin embargo, la bondad no es simple, ni trivial, ni mucho menos una condición espontánea; es, más bien, una construcción estética y moral, profundamente enraizada en la historia de las sensibilidades.
Aquello que en un siglo se nombra bondad, en otro puede parecer debilidad o simple cortesía.
La bondad, entonces, no es un valor absoluto, sino un pliegue en el devenir de lo humano, una decisión contextualizada por la trama sociohistórica y las expectativas colectivas.
Pero hay algo que permanece: las personas buenas, esas que aún existen, se convierten en una especie de resistencia frente a la normalización de la indiferencia.
No se trata de una virtud que se exhiba, sino de una estética de lo cotidiano: cómo sostienen la mirada al escuchar, cómo ceden espacio en el silencio, cómo practican una ética discreta que no necesita de discursos rimbombantes.
Su bondad no está anclada en códigos morales rígidos, sino en una sensibilidad que entiende la fragilidad del otro y la reconoce como propia.
He llegado a pensar que la bondad es menos un atributo esencial que una forma de práctica estética: un modo de dar forma a la vida, de moldear los gestos, de producir una cierta armonía entre lo que somos y lo que deseamos ser.
En ese sentido, las personas buenas no son aquellas que obedecen normas, sino quienes reconfiguran la experiencia compartida en clave de hospitalidad.
Allí radica su potencia: en recordarnos que lo humano se vuelve soportable cuando no se reduce al cálculo o a la utilidad.
Al escribir sobre ellas, no idealizo ni sacralizo. Sé que la bondad se quiebra, se interrumpe, se contradice.
Precisamente por eso es tan valiosa: porque es rara, frágil, casi precaria.
En un mundo donde lo eficiente, lo productivo y lo espectacular se imponen como criterios supremos, ser bueno no es una obviedad, sino una especie de insurrección silenciosa.
Hoy, a diferencia de otras mañanas, no he querido insistir en lo que falta.
Hoy prefiero recordar, y tal vez agradecer, que aún hay quienes eligen la bondad como insistencia en lo humano.
Y quizás, solo quizás, allí resida el único gesto verdaderamente subversivo que nos queda.