Hay un espacio invisible, pero no por ello menos real, entre lo que es y lo que decimos que es.
Todo objeto, toda experiencia, viene acompañada de un eco conceptual que intenta apresarla, darle sentido, hacerla manejable en el lenguaje. Sin embargo, ese eco nunca coincide plenamente con su fuente.
Explicamos un árbol, pero el árbol permanece más allá de nuestra descripción; hablamos de amor, pero el amor sigue escapando a cada intento de definirlo.
Es en esa fisura, en esa pequeña y persistente disparidad, donde se juega buena parte de nuestra existencia filosófica.
Cuando dos objetos o dos conciencias o dos mundos buscan acoplarse, rara vez lo logran sin fricción.
No se trata solo de la imposibilidad de que la explicación agote lo explicado, sino también de la dificultad de que dos realidades distintas se fundan sin resto.
Esa grieta no es un fallo del universo; es su condición. Allí habita la tragicomedia de lo humano.
Y, curiosamente, allí también brota la risa. Nos reímos cuando nuestras pretensiones de coherencia se estrellan contra el desorden vital; cuando el solemne razonamiento tropieza con la evidencia de que el mundo no está obligado a obedecer nuestras categorías.
La risa es, en cierto modo, un homenaje a esa grieta: una aceptación gozosa de que entre lo que pensamos y lo que es siempre habrá una distancia.
Si fuera de otro modo, si nuestras reflexiones coincidieran sin fisura con la realidad, ¿qué lugar quedaría para el asombro, el error o la ironía?
Aceptar que nuestras palabras rozan el mundo, pero no lo capturan. Que nuestras explicaciones se aproximan, pero no se acoplan.
Y que, quizá, la única respuesta auténtica ante esa condición no sea la desesperación, sino la risa: el reconocimiento humilde de que siempre habrá un desfase entre el mapa y el territorio.
Así, la disparidad entre el objeto y su explicación deja de ser una carencia y se vuelve potencia.
Porque allí, en el hueco donde no encajan nuestras piezas, florece la posibilidad de pensar de nuevo, de reír otra vez, de seguir caminando sin renunciar a tocar la tierra.