Kierkegaard advirtió que el ser humano puede habitar distintos estadios de la existencia.
El primero, el estético, está marcado por la inmediatez: el individuo busca la satisfacción en lo efímero, en experiencias que entretienen pero no transforman.
Es la vida del que colecciona placeres, acumula momentos brillantes y busca huir del tedio sin enfrentar el peso de la responsabilidad.
Sin embargo, la trampa del estadio estético es que nunca basta.
La alegría que promete está condenada a ser fugaz, porque carece de anclaje en algo que perdure.
Por eso, detrás del júbilo superficial, acecha la angustia: el esteta vive con el temor de que, cuando se acabe la música o la euforia, quede al descubierto el vacío que intentaba ocultar.
La falta de compromiso es el núcleo de esta insatisfacción.
Quien se niega a elegir de manera seria, a asumir la carga de la responsabilidad y la libertad, queda a merced del tedio.
Kierkegaard lo llamó “la desesperación del esteta”: un estado de ánimo en el que nada llena, porque nada ha sido asumido con la seriedad que da el compromiso.
El paso hacia el estadio ético, donde el individuo se reconoce en sus deberes y responsabilidades, es precisamente la salida a ese laberinto.
Solo al comprometerse con algo más allá del instante, el ser humano puede reconciliarse con su propia existencia.
Nuestra época, sin embargo, parece empeñada en perpetuar el estadio estético: redes sociales que exaltan lo efímero, trabajos que premian la apariencia sobre la profundidad, vínculos que temen al compromiso.
El resultado es la repetición de la paradoja que Kierkegaard anticipó: una vida llena de momentos brillantes, pero vacía de sentido.
La pregunta que queda en el aire es la misma que planteaba el filósofo danés: ¿hasta cuándo podemos huir del compromiso sin hundirnos en la desesperación?
La respuesta, aunque incómoda, sigue siendo la misma: nunca.