Quienes desde jóvenes crecimos al calor de las Comunidades Eclesiales de Base, experimentamos en carne propia las tensiones de una Iglesia que, tras el impulso renovador del Concilio Vaticano II, vivió una larga marcha atrás.
El papado de Juan Pablo II, tan carismático en su figura pública, significó para muchos un duro retroceso en términos de apertura, de opción por los pobres y de vida comunitaria.
Su gobierno fortaleció un modelo eclesial jerárquico y centralizado, desactivando los procesos de liberación que, en muchas regiones de América Latina, llevaban el Evangelio a los márgenes.
Con dolor vimos cómo se censuraba a voces proféticas como Leonardo Boff y José María Castillo, se amonestaba públicamente a figuras como Monseñor Romero, y se protegía, vergonzosamente, a personajes como Marcial Maciel.
El Concilio, que había abierto las ventanas de la Iglesia para que entrara aire fresco, parecía haber sido sellado nuevamente.
Luego llegó Benedicto XVI, un teólogo brillante que, en su juventud, fue voz activa en el Concilio, pero que ya como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se convirtió en el guardián de la ortodoxia conservadora.
Su breve papado, aunque con destellos de honestidad intelectual, encontró en la renuncia su gesto más revolucionario: un acto de humildad que abrió paso al cambio.
La llegada del Papa Francisco fue para muchos una bocanada de aire fresco, el soplo del Espíritu que volvía a animar las esperanzas postergadas.
Sin grandilocuencia, sin romper abiertamente con el pasado pero sí reorientando la brújula, Francisco se situó desde el inicio al lado de los empobrecidos, los migrantes, las periferias, los descartados del mundo.
Más que un reformista de estructuras, ha sido un reformador de actitudes. Su opción preferencial por los humildes, su lenguaje sencillo, sus gestos concretos, devolvieron a la Iglesia la imagen de un pastor con olor a oveja.
En sus acciones, sin necesidad de proclamas, reivindicó los sueños del Concilio:
levantó sanciones injustas, rehabilitó a quienes fueron perseguidos por sostener una fe encarnada en la historia, y llevó a los altares a Monseñor Romero, símbolo de la Iglesia mártir de América Latina, en un acto cargado de memoria y justicia.
La canonización simultánea de Romero y Juan Pablo II no fue casualidad ni mera diplomacia eclesiástica: fue un acto de reconciliación de la historia, un gesto que, lejos de borrar las heridas, las reconocía para pretender sanarlas.
Francisco ha sabido moverse en las tensiones internas de la Iglesia no desde el poder, sino desde el discernimiento ignaciano, ese arte de buscar y hallar a Dios en todas las cosas, incluso en medio de la contradicción y el conflicto.
Su estilo pastoral, más que imponer, invita; más que dictar, acompaña; más que condenar, abraza.
Hoy, quienes seguimos soñando con una Iglesia al modo del Jesús histórico —pobre, libre, compasivo— encontramos en Francisco no sólo un Papa, sino un hermano mayor en la fe, un compañero de camino que extrañaremos mucho.