Lutero nos dijo hace muchos años, que nadie necesitaba de indicarle cómo creer.
Se estaban poniendo las bases y motivaciones para que nadie le creyera.
Nada a nadie. Que cada quien afirmara lo que le pegara la gana, con libertad absoluta.
A eso se le llamó libre examen que pegó tan fuerte que llegó a ser inspirador de los principios que propagó la Revolución Francesa, que tuvo su episodio de presentación espectacular en 1789.
De inmediato el liberalismo se propuso derrumbar los imperios, las monarquías; desconocer las bases sobre las que sustentan la revelación divina; desconocer a la Iglesia, con toda su jerarquía, su enseñanza como guía de los creyentes y las autoridades comenzaron a ejercer el veto para que los asuntos de gobierno y de orientación, entraran a un país.
En nombre de la libertad se cancelaban algunas libertades.
De diversas maneras la Iglesia se encerró frente a estos postulados liberales, y hasta se llegó a prohibir, para Italia, la participación en política, golpeando así a la democracia en tiempos del Papa Pío IX (1846-1878).
No obstante, lo anterior, la Iglesia nunca vio bien la desobediencia a la autoridad de los Estados.
A partir de la Reforma protestante del siglo XVI, la Iglesia Católica transitó por caminos escabrosos, entre polémicas y enfrentamientos con autoridades civiles e intelectuales de las respectivas épocas.
Se desarrollan novelas de un lado y de otro. Se invita a que cada quien crea lo que quiera, sin fundamento ni raíz macizos.
Estos enredos son una invitación a discernir, a pensar con cuidado y a saber seguir orientaciones que den seguridad con relación a la formación de una fe adulta.
No nos debe guiar cualquier tota información.
Tenemos que valorizar la lectura, el periódico escrito, las bibliotecas públicas y familiares; la enseñanza científica frente a charlatanes que abundan en las tribunas de los medios de comunicación social.
Es bueno el consejo de Machado, cuando expresa: “¿tu verdad, la mía? No, vamos juntos a encontrarla”.