Para Carlos Rubio Rosell
Pascal Quignard escribe como la Torá afirma que el Eterno descendió al templo acabado de erigir por Salomón: al modo de una “tiniebla entre los muros”.
Sus textos son, como él mismo llama a los templos, “maravillosos depósito de silencios”. Escuetos, enigmáticos, lacónicos.
Las palabras, entidades vivas, traen consigo todo el tiempo congelado en ellas que al decirse se vuelve vivo. Las palabras son tiempo en movimiento.
El diccionario explica que el laconismo es una forma de expresarse breve y concisa. Eficaz, directa, justa. No sobreabunda ni se excede. Se origina en Laconia, Esparta, tierra de guerreros que hablaban como cae el rayo. Apenas un decir.
El minimalismo es lacónico, también los estoicos. Son quienes buscan la eliminación del exceso que corrompe el significado. Saben que el ornamento es delito y comprenden la elegancia de un vaso de agua: su significación.
“Por la manera que tiene de caer a toda velocidad sobre el que lee debe ser juzgado el estilo”, escribe Quignard en Retórica especulativa: “El estilo debe dejar atónito al lector como el ratón es fascinado por la víbora cuya cabeza se alza acercándose a él y silbando”.
El estilo es un ataque que desarma al lector, suspende su incredulidad. Se da con lo menos, no con lo más. No hay choro (chorro) alguno en el tono que afecta la lengua. El tono es lo que tensa (somete al lector y lo devora, según una de sus traductoras). Así, “un escritor es un hombre devorado por el tono”, aseverará el autor de Butes o de La noche sexual.
La incredulidad de la razón requiere un intervalo, esa es su distancia ante las cosas. Quignard no la permite. El acometimiento de su modo escritural no concede tal posibilidad. Después vendrá el meta sentido, la claridad súbita del esclarecimiento. Después.
Y será más deslumbrante por aparecer inesperado, cuando el lector haya distraído sus protecciones lógicas, como en esa hora donde una ciudad se queda sin defensas.
“Que aquel que me lee comprenda bien el punto de vista en el que me sitúo: todo lo que digo es mentira. Todo mito no es más que un engaño. Toda imagen, un señuelo frente a lo desconocido que habita en el corazón de lo imaginario. Si observo con tanto celo todo el espacio que me rodea es porque busco con una fiebre inagotable algo que falta”, escribirá en su arrebatador e inclasificable La noche sexual.
Los narradores sicilianos sentencian que el cuento, que el texto no lleva tiempo. Aluden a la supresión del significado sobrante para que sea el lector ---o aun: la misma lectura--- quien evoque en su interior y no lea en su exterior aquello que está escrito. De tal manera se convierte en íntimo y personal. El lector escribe el texto, se transfigura en su autor. No hay nada más que explicar.
El mundo antiguo eso practicaba: mostrar lo justo, lo no dispensable. Lo que está. Plutarco celebra la concisa respuesta de Leónidas ante la exigencia del ejército aquémida para que depusiera las armas: Molon labe, “Ven y tómalas”, mandó decir.
Del estilo de Quignard —esa unidad originaria entre el modo y lo dicho—, su traductora (co-escritora) Paz Gómez Moreno enumerará: la desarticulación, la persistencia del asíndeton (las supresiones), la yuxtaposición, las series de encadenamiento nominal, la multiplicación, las enumeraciones, las listas de elementos dispares, la rapidez de las imágenes, la urgencia, la brevedad de las frases, la abundancia de estructuras copulativas, las sacudidas, la rotundidad de las afirmaciones, la síntesis extrema, la concentración de los fragmentos y el desencadenamiento precipitado que contribuyen a la velocidad y el impacto del ataque.
¿Las consecuencias? “El estremecimiento, el transporte, el rapto, la excitación, la emoción extrema, el abandono”. Y sobre todo, el a-sombro, sin sombra alguna que nos tape fuera de la misma escritura, esa que conduce a la plena inermidad.
Velados, afirma el poeta persa, los senos son más deseables que desnudos. Oscura, con grandes márgenes de lo no expresado, Quignard dirá: “Yo no estaba allí la noche en que fui concebido”. No estar, estar, pensar la ausencia. Como en una corrección del tiempo pasado. Asistir donde no se estuvo. Velar. Develar.
Autor barroco, suelen imputarle los literales. Acepta serlo en tanto letrado y erudito que no acepta los géneros establecidos, le desagrada lo irónico, lo caricaturesco: la profanación. “Me aproximo al secreto. ¿Qué es la música originaria? El deseo de arrojarse al agua”.
Lo mismo que Butes, otra entre sus (siempre) obras maestras, Quignard se arrojó al agua de la música, de la palabra, de su oscura/luminosa comprensión. Es aquel camino de voz que en la imagen de Ovidio el lenguaje abre y transita.
Y falta mucho por decir, pero no es necesario hacerlo. Leer a Quignard.