“Quien pinta una pintura, si él no puede serla, no puede pintarla”, escribió Dante. Subrayaba con ello la identificación profunda entre el hacedor y lo hecho, aquella “vía de las obras” en la Bhagavad Gita que se refiere el cumplimiento de la vocación propia de cada uno sin motivaciones que obedezcan al yo.
Entendida como la vía de la perfección, donde el propósito del artista no es ni el dejar su huella personal ni plasmar la belleza sino alcanzar un instrumento para la contemplación, la obra artística —“a la que no preocupa nada sino la verdad”— significa un modo de conocimiento espiritual, un soporte físico de las realidades interiores del hombre y su naturaleza última.
De ahí que para uno de los escasos exponentes del pensamiento tradicional contemporáneo, A. K. Coomaraswamy, el arte alcanza la perfección por la entrega amorosa a su propio trabajo, entonces el arte y su trabajo son una forma de la oración. Y sus practicantes, según El libro de la Sabiduría de Salomón, son “Ellos (quienes) mantendrán la fábrica del mundo; y en la obra de su oficio está su oración”.
Como a muy pocos artistas plásticos contemporáneos, creo que esa definición corresponde a Gustavo Monroy. Conocí su obra hace más de veinte años en el Museo Contemporáneo de Oaxaca, cuando éste todavía existía como tal. La noche que inauguramos su exposición, junto a otra de Elena Climent, ocurrieron cosas excepcionales. Una caravana de indígenas zapatistas que marchaba en protesta hasta la Ciudad de México había hecho escala en la Iglesia de los Pobres de Oaxaca, y el museo, a pesar de la inesperada oposición del más notable de los artistas locales, entregó un donativo para atender a los niños enfermos de disentería que iban entre sus filas. Haciendo una disciplinada hilera los insurrectos recorrieron las salas mientras escuchaban atentos la explicación de cada uno de los artistas, traducida al español por algunos de los mayores que hablaban castilla. Niños y adultos tocaron con unción y espontánea inocencia los cuadros para sentirlos. Diríase que miraban con los dedos
Después de tantas exposiciones hechas a lo largo de muchos años, no recuerdo a ningún autor tan feliz y agradecido como Gustavo Monroy durante esa noche en la cual ocurría un acto de apropiación colectiva. Los indígenas y él y los venerables muros del Maco y nosotros quienes habíamos montado las obras vivíamos una hierofanía, una manifestación de lo sagrado. Vía Crucis, el estremecedor drama cósmico de la muerte de Dios representado por Monroy, adquiría así una ligereza esclarecida y un poder como si su esencia redentora y metafísica súbitamente se hubiera materializado.
Supe entonces, viendo la paciente ternura con la cual el artista explicaba su obra y sin decirlo agradecía los reverentes contactos sensoriales de esta extraña caravana vestida con manta blanca y negros gabanes, que en ocasiones singulares el arte no es la cosa misma sino el principio innato que está en el artista, en los espectadores también y aún en los muros de un museo vuelto templo, tiempo suspendido, vuelto nave.
Pensé que ese hombre cortés y bien parecido, de apariencia crística, podría corresponder al milenario canon estético del Atharva Veda, otra e igual integralidad como la de aquella noche favorecida: “El pintor debe ser un hombre bueno, ni haragán ni malhumorado, santo, educado, autocontrolado, devoto y caritativo”.
Ahora Gustavo Monroy ha pintado otro Vía Crucis más terrible y opresivo que aquel de esa fecha luminosa. Una pesadilla, dice él mismo, FRONTERA-BORDER, con mayúsculas como los cursis anuncios de los pueblos mágicos cuya “magia se transforma en un aquelarre del horror”. Sin concesiones estéticas ni lirismo plástico alguno (la vida interior y la exterior unificadas), con un cierto grotesco figurativo en la representación de las figuras como si el espanto de lo representado estuviera en el modo de representarlo, sin adornos ni afeites ni adjetivos que atenúen su condición pavorosa, una serie de trípticos de amplio formato ilustran los muros laberínticos, los oprobios y el rechazo indiferente, las osamentas y cráneos desperdigados, la violencia y la muerte de los migrantes que viajan hacia el norte (“Sombra de otra sombra atravesada por una Bestia”, dirá Monroy), sus niños mancillados y solitarios, esos tantos quienes son los nuevos crucificados, los seres heroicos y trágicos cuyas inimaginables adversidades forman esta edad de sombra, edad de hierro, edad del dolor.
Una obra hecha desde las profundidades —tzompantlis del Mal, sangrientos sacrificios de nuestro infierno posmoderno— es paradójicamente luminosa porque muestra la verdad. Mirar el abismo es sustraerse a él. No es la sensibilidad la que compone estas obras sino la comprensión. A ello conduce la impresionante, trágica pintura de Gustavo Monroy.