Leyó la definición y recordó su procedencia milenaria, el Mahabharata hindú: “El tiempo es el polen del universo”. No había podido, en cambio, recordar el término “sobriedad” cuando instantes atrás lo buscó en su mente. La edad dificultaba sinapsis que a últimas fechas iban apareciendo con retraso. Eso era la vejez: retrasos. O apresuramientos hacia el final.
Pensó en las estrategias de sustitución vinculadas a un placer delicado y apenas conocido que requería irse probando mediante pequeños sorbos, como se muestra la belleza verdadera o se domina la auténtica plenitud. No de inmediato sino poco a poco hasta establecerse indudable su tersa condición: la sobriedad, droga de todas las drogas. Como aquel poeta, ahora amaba las mañanas, el centro, la claridad. Una flotante claridad.
Sin ser invitado vino a su recuerdo un hermoso cuento de un escritor amigo y talentoso cuyo protagonista era un niño que llamaba a sus canicas con nombres cósmicos: Tierra, Luna, Sol, los únicos tres que escolarmente conocía, y a las otras Neón, Centella, Bengala o Gato. Un misterio el de los nombres, el enigma lingüístico del nombrar. El ser y el enunciado, la summa de las palabras y la realidad.
Todo acto cognitivo, afirman los sabios, es básicamente un acto de lenguaje. Entonces ningún metafísico es mudo y toda epistemología representa un acto del habla, del pensar en lenguaje porque no hay otro pensar donde la conciencia se perciba a sí misma —lo siguiente, la supra conciencia, está más allá. De tal manera que postular al tiempo como el polen del universo era un alcance biográfico y un ejercicio del reconocimiento: avances verbales del ir viviendo para al fin terminar.
La memoria, entidad arbitraria, le hizo considerar una historia antigua: la de un tal señor Aldaco, quien entraba desnudo en una cueva y ahí se quedaba durante días para indagar el origen del lenguaje. Nunca lo encontró ya que dicho comienzo es trascendente, adviene de alguna otra parte y no obedece solamente a razones funcionales como el empleo de herramientas, la ingesta de proteínas o la socialización. Y Aldaco ya sabía hablar.
Sonrió ante la imagen mental de aquel ingenuo y aterido explorador de la casa del conocimiento buscando lo que no puede encontrarse, como si un pez indagara por el agua donde está. El lenguaje es el polen de la conciencia, la fecunda y la articula, la elabora y la multiplica. El lenguaje es la casa del ser.
Así obtuvo tres referencias. La primera, que un escolástico del siglo XI explicó el paganismo panteísta como un error gramatical tenebroso provocado por el plural de la palabra “divinidad”. La segunda, que la historia del pensamiento era la historia del lenguaje. La tercera, que cuando el poema fundacional del Cid el término “recordar” todavía significaba “volver en sí”.
Volvió en sí mediante el recuerdo, volvió a sí. Especuló que habría una gramática de la verdad en la memoria, aunque ella se hiciera de palabras justas o verdaderas o imaginarias o ideales o posibles o deseables o múltiples, estratificadas una y otra vez en una arqueología de la vida sucedida como esa flor de la harina que el polen simboliza en latín. Y la noción de alcanzar algo escondida en ella. Una mera fonética: po-len, po-tencia, po-der, po-sibilidad.
El paso de la palabra a la realidad, dicen los hindúes, es el sphota, la abertura o el brote. Y los nombres no son ni los hermanos ni los hijos sino más bien los padres de los objetos sensibles. Siempre se habla en el nombre de algo, y al enunciarlo una intangible cortina de fuego demarca lo perecedero de lo imperecedero.
De ahí que el acertijo homérico de Ulises mañero, el tramposo lingüístico: “Mi nombre es Nadie”, haya bastado para derrotar al cíclope, porque lo que no tiene nombre no tiene sustancia tangible ni guarda ninguna responsabilidad. Quizá apenas comenzaban a abrirse las zonas selladas de su psique. Buscó sentido a esa corazonada, lo mismo que a una idea súbita (la primera idea es la mejor idea): terminar era comenzar, de ahí que la vejez no significara caducidad sino persistencia, aquello durable que participaría de la eternidad.
Paradoja de lo próximo o el niño que se oculta en toda ancianidad, este polen germinal del tiempo ensanchaba un espacio que prometía concluir expandiéndose y que anunciaba expandirse al concluir. Un lapso que no se crea, no se destruye, solo se transforma. Y su materia es la palabra. De tal modo que entrar a la muerte con los ojos abiertos, y antes a su prefacio, los últimos años de la vida humana, era una mera perspectiva del lenguaje, un modo preciso y distinto del decir o envejecer con dignidad.
Se contó su vida con cruda dulzura. La raíz griega de la palabra tiempo es temnó: yo divido, yo corto. A contratiempo, él sumó y restauró. Invocó la fórmula donde la eternidad se oculta en un grano de arena: “Había una vez…”.
Y en el final comenzó.