A fines de la década de los años cuarenta del siglo pasado Mircea Eliade recibió, junto con un paquete de sus últimos libros y estudios publicados, una carta de Ananda Coomaraswamy en la cual le anunciaba que en 1948 dejaría su puesto de conservador del Departamento de Arte Indio del Museo de Bellas Artes en Boston para volver definitivamente a la India. En breve cumpliría setenta años y dejaría de escribir y publicar, limitaría sus contactos con la época y la cultura para comenzar la última etapa de la tradición hindú, vanaprastha, un retiro del mundo por el camino del bosque o el apartamiento en la selva. Una forma drástica para enfrentar la trágica mentira humana de creerse inmortal.
Profundo conocedor del pensamiento indostánico (el cual contiene una concepción cíclica del tiempo y la historia, ostenta un desinterés por el progreso y percibe el mundo como una danza divina, como un juego espléndido y aleatorio, un fluido cambiante y en constante movimiento), así como gran estudioso del arte indio, sus funciones y significados (entendido no como un fin estético en sí mismo sino como un soporte para trascender el mundo fenoménico y acercarse a la divinidad), erudito especialista de la historia de las religiones y la tradición primordial, de la philosophia perennis, Coomaraswamy anunciaba que concluiría los vínculos con el exterior para concentrarse en la preparación de su última etapa.
Se dice que la gente no va a vanaprastha para morir ahí, sino porque es consciente de que tiene que morir. Además de bosque, selva o foresta, vana también significa jardín. Emprender su camino representa abandonar “las cuatro paredes” de la costumbre, los estupefacientes hábitos del ego y su falso eternalismo. Significa abandonar el horror ante la muerte y afrontar su inevitabilidad, aceptando una proximidad que la modernidad oculta porque la esconde en los purgatorios contemporáneos llamados hospitales e intenta conjurarla mediante torturas médicas, al cabo inútiles.
Cuando el poeta Eliseo Diego escribe que “La muerte es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en todas las casas y que uno no se detiene a ver”, alude a dos características de aquella costumbre que suele tener la gente, como diría la milonga borgiana: su condición general —afirmar que la jarra está en todas partes es una variante poética del conocido silogismo: “Todos los hombres son animales; todos los animales son mortales; por lo tanto, todos los hombres son mortales—, y la cobarde, neurótica negativa para reconocer dicha condición —la muerte siempre le ocurre a los otros, por eso el hombre común la ignora y el poderoso envía a los demás a ella, la desvía de sí—.
Coomaraswamy, en cambio, lo dejó todo al cumplir setenta años y comenzó la preparación para mirar la jarra frente a frente. Su entrada al bosque lo mismo que su definición del arte era una forma de yoga equivalente a la emoción estética asumida como un camino que “el ser experimenta al percibir al Ser”. Un yoga que debía entenderse no como un ejercicio mental o como una disciplina religiosa, “sino como la preparación más efectiva para acometer cualquier tarea”. Como una unión, una concentración deliberada de la mente creativa ante lo que deberá resolver.
De ahí que los “moradores de los bosques”, los ascetas o filósofos renunciantes, se adentraran en la espesura para retirarse del mundanal ruido y encarar la etapa final. El retiro interior quizá sea el mecanismo más accesible y aun único de vanaprastha en la vida occidental. No significa un encierro entre los muros de la conciencia personal sino una desagregación entre lo esencial y lo superfluo, un juicio de valor discriminatorio sobre lo que sí vale la pena y lo que no. Exige un acto de concordia entre la vida exterior y la interior. Un abandono del principio del pensamiento para buscar la unión con la tarea misma, con la preparación para el momento cuando el escenario episódico de la vida y la persona desaparecerán.
Un poema de Rabindranath Tagore que Coomaraswamy incluye en La danza de Siva define tal operación ajena a una traslación física para volverse un ejercicio de la conciencia al retirarse estando aquí: “¡No quiero un camino de salvación para renunciar al mundo! / Prefiero el sabor de la libertad infinita/ mientras sigo atado por mil lazos a la rueda”. Distancia crítica, no sentimentalismo ni miedo sino confianza y valor. Toda sabiduría lo requiere.
Envejecemos pero no maduramos. Acabo de estar con un inteligente escritor amigo cuya inmensa cultura no lo ha vuelto más sabio. Su ego padece una sed insaciable por ser escuchado, admirado, reconocido. El miedo a la muerte se esconde ahí.
Mi edad me lleva a proponerme antiguas estrategias. Volveré a mi Ítaca interior para retirarme en ella. Haré vanaprastha. Seguiré al sabio silencioso y no al desdichado, estridente intelectual.