Las escenas del Senado son penosas. La actitud porril del impresentable Alejandro Moreno Alito, y el autoritarismo y la desfachatez de un hooligan que se apellida Fernández Noroña. El primero representa lo peor de la política: el enriquecimiento inexplicable, la violencia como forma de hacer política, la mentira cotidiana. El segundo, representa lo peor de aquellos que se creen representantes de la transformación: el autoritarismo, la hipocresía, la incongruencia y la falta de decoro. Alito y Noroña son dos personajes que se retroalimentan. Personajes que recuerdan por qué el PRI está siete metros bajo tierra, y por qué Morena está mostrando su verdadera cara, pero con el añadido de la hipocresía y la incongruencia.
Esta serie de adjetivos nos puede llevar a la creencia que esto es la política. Eso dicen las encuestas. No digo nada nuevo si sostengo que la ciudadanía en quien menos confía es en los políticos. En la Encuesta Nacional de Cultura Cívica (2020), sólo uno de cada cinco mexicanos confía en los políticos. Siendo los jóvenes los más desconfiados. Esta desconfianza se arrastra a todo lo que sea política instituida e institucionalizada como los sindicatos o los partidos. Y sólo cuatro de cada 10 confían en aquello que publican los medios de comunicación. La desconfianza domina la esfera política, sea una declaración política o una columna de opinión en un diario. No se necesita ser un genio para concluir que escenas como las de Alito y Noroña abonan a una narrativa que simboliza a la política como podredumbre. Más que una solución, un problema.
El problema es que este tipo de generalizaciones son incorrectas e incluso perjudiciales. De entrada, porque la mayoría de aquellos que integran lo que llamamos la sociedad política (gobernantes, diputados, funcionarios) ni son corruptos ni hipócritas. No hay una mayoría de servidores públicos que se puedan comprar una casa de 12 millones de pesos como Noroña después de haber predicado la pobreza como forma de corrección política, y menos las mansiones de Alito en Campeche o sus Lamborghini. Extrapolar al conjunto de la política las incongruencias y prácticas corruptas de unos, es deshonesto intelectualmente. No todos son iguales.
Y esa es la segunda consecuencia: el todos son iguales, producto del cinismo simplón, perpetúa el control de los peores. ¿Quiénes se sienten cómodos con el “todos los políticos son iguales”? Los mercenarios del Partido Verde que se venden al mejor postor. El partido que es más parecido a un grupo de interés o un consejo de administración que a un instituto político. ¿Quién más? Los Monreal, Adán Augusto o Bartlett que nadan entre la mugre como misioneros de la transformación, cuando su modo de vida es inexplicable. O qué decir de los “datos protegidos”, los gobernadores corruptos o los líderes sindicales como Pedro Haces que extorsiona en total impunidad para después festejarse con todos los lujos en Madrid -rodeado por una corte de amigos de Morena y otros partidos. El cinismo de la igualación de los políticos sólo favorece a los más corruptos, entre ellos Alito y Noroña.
De la misma forma, el todos son iguales perpetúa el continuismo. No hay más. Qué lamentable se escucha la oposición cuando quiere reconectar con los mexicanos diciendo: “ya ven que son lo mismo que nosotros”. Traducción: somos impresentables, pero al menos nosotros no somos hipócritas. Esta dicotomía entre pasado y presente, entre corruptos sinceros y corruptos recatados, es una condena política. México no está condenado a Alito o a Noroña. El país tiene mucho más y mejor política que esos representantes de la política rancia. Y no estoy hablando de partidos. Creo que hay priistas que les avergüenza profundamente ser liderados por un sátrapa como Alito y morenistas que nunca se van a identificar con el autoritario y mentiroso de Noroña.
Encontrar alternativas políticas es dejar el simplismo analítico tan presente en los medios y la comentocracia, y añadir debates, matices y complejidad. Lo peor que nos puede pasar como país es ser presas del cinismo colectivo. Todos son iguales y optemos por el “menos peor”. El cinismo es un signo de nuestra época. Quien es cínico cree que tiene una superioridad. Una sabiduría más astuta que el resto. Es lo que denuncia el psicólogo Jamil Zaki en “hope for cynics, the Surprising Science of Human Goodness”. La esperanza de aquello que existe siempre va a ser un mejor motor de cambio que el cinismo de la condena perpetua.