El lenguaje no es una estructura neutra ni un código meramente funcional; es, ante todo, una urdimbre afectiva.
Cada palabra, cada modulación fonética, está impregnada por una resonancia emocional, una memoria afectiva sedimentada en el gesto mismo de nombrar.
Hablar es, en rigor, afectar al mundo y ser afectado por él.
Así, el lenguaje no sólo describe la realidad, sino que la hiere, la acaricia, la carga de sentido emocional, haciendo de cada acto comunicativo una pequeña microhistoria sentimental.
La teoría semántica clásica postulaba una relación estable entre significante y significado, una ecuación lógica entre la palabra y su referente.
Sin embargo, las aproximaciones fenomenológicas y hermenéuticas han mostrado que tal vinculación es, en el mejor de los casos, una simplificación.
Cada enunciado es una expresión de estado, un indicio de disposición anímica que configura la atmósfera emocional del habla. La palabra, antes que herramienta, es huella y latido.
La hermenéutica afectiva sugiere que todo lenguaje es un acontecimiento sensible, una manifestación de la sensibilidad encarnada.
El hablante no es un sujeto racional desprendido que emite signos asépticos; es un cuerpo-emoción que vibra en el lenguaje y lo encarna.
En esta clave, el lenguaje no es un canal externo al sujeto, sino una emanación íntima, un exudado afectivo que conecta el adentro y el afuera.
Desde la óptica de la lingüística performativa, todo acto de habla es, a su vez, un acto de afección.
No hay enunciado que no toque, que no roce el campo sensible del otro.
Incluso el silencio es un gesto lleno de afecto o desafecto, una retórica muda que despliega su carga emotiva sin necesidad de palabras explícitas.
El lenguaje, por lo tanto, no es una red de signos fríos, sino una trama viviente de emociones coagulares.
Cada lengua es una cosmovisión afectiva, un archivo de modos de sentir sedimentados en sus giros, matices y silencios.
Comprender el lenguaje es, en última instancia, comprender el modo específico en que un pueblo, un sujeto o una época sienten el mundo.
Así, hablar es abrir un pliegue emocional en la textura de lo real, es dejarse afectar por el eco afectivo de las palabras ajenas.
El lenguaje es el archivo vibrante de nuestras pasiones, la respiración sensible de la historia encarnada en cada signo.