El teatro de la política se ha convertido, en muchas ocasiones, en una tragicomedia en la que la ética parece haber desaparecido tras el telón.
Es menester, en la vorágine de esta era posmoderna, cuestionarnos: ¿Es posible una política sin ética?
¿Acaso el Príncipe maquiavélico debe siempre regir las salas de poder, dejando de lado las reflexiones aristotélicas o socráticas?
La política, en su esencia primigenia, es el arte de gestionar la polis, es decir, la ciudad o la comunidad, teniendo en cuenta el bien común.
Aristóteles, en su magna obra "Política", nos recuerda que el ser humano es por naturaleza un animal político, y que la máxima aspiración de la polis es la consecución del bienestar y la justicia para sus ciudadanos.
Sin embargo, en la actualidad, la política se percibe como un dominio apartado, ajeno a estos principios, y se le atribuye, con desdén, el estigma de la corrupción y la inmoralidad.
Ahora bien, si reafirmamos la posición de que la ética debe ser el faro que guíe toda acción humana, la política no puede ni debe ser la excepción.
La ética en la política no sólo debería ser un accesorio decorativo o una máscara que se usa en tiempos de campañas; debe ser el cimiento sobre el cual se erige toda decisión, estrategia y acción.
La ética política nos exhorta a ser fieles a un compromiso con la verdad, con la justicia y con la equidad.
Cuando un político es genuinamente ético, su mirada no se posa únicamente en el poder o en la perpetuación del mismo, sino en cómo ese poder puede ser ejercido para materializar el bien común.
De hecho, la falta de ética en la política es el caldo de cultivo para las mayores atrocidades históricas.
Por ello, es imprescindible reintegrar la ética en la práctica política, no como una mera declaración de intenciones, sino como una práctica viva, palpable y demostrable.
Quizás sea hora de redescubrir y revalorizar la filosofía política clásica, para retomar el diálogo entre la ética y la política.
Es en ese encuentro donde se halla la promesa de una política que, en vez de ser objeto de desdén y desconfianza, se transforme en la más noble de las artes: la que busca, incesantemente, el bienestar y la justicia para todos.
Espero esta reflexión no quede en mera tinta sobre papel o como pixeles olvidados en el vasto océano digital, sino que impulse a una introspección profunda y a un compromiso real con integridad y rectitud en el ámbito político.
La ética y la política, lejos de ser antagónicas, pueden y deben danzar juntas en la gran pista del progreso humano, alejados del buffet cuasi afrodisiaco que es el capital.