Desde tiempos inmemoriales, la felicidad ha sido objeto de reflexión filosófica.
Su esencia ha sido cuestionada por pensadores que, desde distintas perspectivas, han intentado delimitar su naturaleza: ¿es la felicidad un estado pasajero o una condición alcanzable y permanente? ¿Es un objetivo externo o una disposición interna del ser?
A lo largo de la historia, las respuestas han variado, pero la búsqueda de la felicidad sigue siendo una de las inquietudes fundamentales del ser humano.
Para Aristóteles, la felicidad (eudaimonía) era el fin último de la existencia, una realización plena del potencial humano alcanzada mediante la virtud y la racionalidad.
No se trataba de un placer momentáneo, sino de una vida bien vivida, en armonía con la razón y el bien.
En contraste, los epicúreos defendían una visión más hedonista, aunque matizada: la felicidad consistía en la ausencia de dolor y la búsqueda de placeres moderados y duraderos, alejados del exceso y la ansiedad.
Por otro lado, los estoicos proponían un concepto de felicidad desligado de los avatares externos: la ataraxia, un estado de serenidad inquebrantable ante los eventos de la vida.
Según ellos, la felicidad no dependía de las circunstancias externas, sino del autodominio y la aceptación del destino.
En una línea similar, el budismo sostiene que la felicidad verdadera surge cuando se trascienden los deseos y el apego, cultivando la ecuanimidad y la paz interior.
Todas estas perspectivas coinciden en un punto esencial: la felicidad no es un bien tangible que pueda poseerse, sino una manera de habitar el mundo. Es más una forma de ser que una meta a alcanzar.
La noción de felicidad cambia con el tiempo, no porque su esencia se modifique, sino porque nuestra comprensión de ella se transforma conforme evolucionamos.
Hoy, para mí, la felicidad ya no es la euforia ni la acumulación de momentos intensos, sino la paz.
Es la ausencia de inquietud, la tranquilidad de estar en equilibrio con uno mismo.
No es la búsqueda incesante de estímulos ni la necesidad de perseguir algo inalcanzable, sino el simple hecho de estar en calma.
La felicidad es silencio después del ruido, es un estado de descanso interno donde el mundo no perturba, donde lo que sucede fuera no define lo que sucede dentro.
En un mundo que nos obliga constantemente a correr; en el trabajo, en la burocracia, en los compromisos que nos imponen ritmos acelerados, la felicidad, para mí, es dejar de correr.
Es detenerse y simplemente existir sin la sensación de que algo nos falta.
Es descansar del vértigo de la vida, encontrar un espacio donde el tiempo no es un tirano y donde la prisa no dicta el valor de los días.
“Rodéate de quienes te hacen ver cosas que no sabías que podías escribir.” - Rainer Maria Rilke