En la vasta extensión del discurso político moderno, parece haberse institucionalizado una práctica perniciosa: el ataque ad hominem. Esta forma de argumentación falaz, que desvirtúa el debate racional al centrar la atención en la persona en lugar del argumento, ha erosionado profundamente la calidad del diálogo democrático. Hoy, más que nunca, nos encontramos inmersos en un escenario donde la descalificación personal ha sustituido al intercambio de ideas y propuestas constructivas.
Históricamente, el ágora griega representaba el espacio de discusión donde se privilegiaba la dialéctica socrática y el logos como instrumentos para alcanzar la verdad. Sin embargo, en la arena política contemporánea, hemos transitado desde ese ideal de confrontación argumentativa hacia una pugna de desprestigios personales. Este fenómeno no solo deslegitima el debate, sino que también socava la confianza en las instituciones democráticas y en la capacidad del ciudadano para discernir lo verdadero de lo falso.
El ad hominem, en su esencia, es una falacia que desplaza el foco de la argumentación desde el contenido hacia el individuo. En lugar de refutar el argumento del oponente con razonamientos lógicos y evidencias, se opta por desacreditar su carácter, moralidad o intenciones. Esta táctica, aunque efectiva a corto plazo para ganar apoyo emocional, resulta devastadora para el discurso público a largo plazo. Se instala así un círculo vicioso donde la reputación del adversario se convierte en el blanco principal, mientras las propuestas quedan relegadas a un segundo plano.
La proliferación de esta práctica se ve exacerbada por la influencia de los medios de comunicación y las redes sociales, que amplifican los ataques personales y reducen los espacios para el análisis profundo. En la era de la inmediatez y el sensacionalismo, el debate político se transforma en un espectáculo donde el escándalo y la injuria prevalecen sobre la reflexión y la argumentación serena.
Es imperativo reconocer que esta deriva tiene consecuencias graves para la democracia. La política se convierte en un juego de suma cero donde la victoria se alcanza no mediante la persuasión racional, sino a través del desgaste y la destrucción del adversario. Los ciudadanos, a su vez, somos despojados de la oportunidad de evaluar propuestas y políticas en función de su mérito intrínseco, quedando atrapados en una narrativa de hostilidad y desconfianza.