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La danza de las máscaras

En el teatro cotidiano de la existencia, hay quienes no interpretan un papel, sino que habitan por completo la máscara que se colocaron hace tiempo. 

No como recurso social momentáneo, sino como refugio ontológico. 

Esa máscara no es solo lo que muestran a los otros: es, sobre todo, la mentira que se cuentan a sí mismos. 

Porque hay un tipo de falsedad más profunda que el simple engaño; es aquella que ya no se distingue del rostro, que se ha adherido a la carne del yo con tal fuerza que arrancarla implicaría desangrar la identidad.

La máscara no es nueva. Ha estado presente desde que el sujeto se vio por primera vez a través de los ojos ajenos. 

Desde ese instante inaugural, en que dejamos de ser para simplemente parecer, comenzamos a construir un personaje que nos protegiera del juicio, de la exclusión, del abismo de no ser suficiente. 

Pero hay quienes, por miedo o conveniencia, decidieron quedarse ahí. Se contaron una historia sobre sí mismos, de éxito, de bondad, de autosuficiencia, de control, y edificaron su vida entera sobre esa ficción cuidadosamente editada. 

La repitieron tantas veces que acabaron por creerla. Olvidaron que era un relato, no un retrato.

Este fenómeno, lejos de ser meramente psicológico, tiene un fondo existencial profundo. 

Porque desmontar la máscara implicaría enfrentar una verdad desnuda: que no son quienes dicen ser, ni siquiera ante su propio espejo. 

Implicaría aceptar que han vivido defendiendo una ilusión, construyendo relaciones, decisiones y destinos enteros en torno a una imagen que no resiste el mínimo examen. 

El vértigo que provoca esta posibilidad los inmoviliza. Como Ícaros invertidos, temen que volar hacia el sol de la verdad derrita la cera de su identidad. 

Prefieren seguir danzando en círculos, con el rostro prestado, evitando cualquier fisura por donde pudiera entrar la luz.

Lo trágico no es que porten una máscara. Todos, en algún grado, lo hacemos. 

Lo trágico es que ya no recuerdan que la llevan puesta. Y en ese olvido, pierden la posibilidad de cambio, de redención, de autenticidad. Han confundido su reflejo con su esencia. 

Viven atrapados en una performance interminable, donde cada gesto está orientado no a descubrirse, sino a sostener la escenografía de lo que deberían ser.

Pero el trabajo filosófico comienza justo ahí: en el temblor de reconocer que uno ha mentido, incluso a sí mismo. Y que solo a partir de esa fractura puede emerger algo verdadero. 

No una verdad definitiva ni heroica, sino una verdad precaria, imperfecta, pero vivida. 

Una forma de estar en el mundo sin atajos simbólicos ni prótesis morales. Tal vez el rostro debajo de la máscara no sea hermoso, ni completo, ni coherente. 

Pero es el único desde el cual es posible empezar de nuevo. Porque si no hay coraje para despojarse, tampoco lo habrá para transformarse. Y quien no se transforma, no vive: repite.

Así continúa la danza de las máscaras, en salones llenos de aplausos y espejos, donde cada uno baila sin saber que el silencio más profundo no está en el juicio de los demás, sino en el instante en que uno ya no sabe quién es cuando se apaga la música. 

Y, sin embargo, aunque finjan haber olvidado su verdadero rostro, aunque narren mentiras piadosas o teatrales sobre su máscara, siempre saben, en lo más hondo, quiénes son detrás de ella. 

Y lo más doloroso: esa máscara, ese artificio que no pueden abandonar, no solo los condena a ellos, sino que se impone como condición de sus vínculos. 

La sostienen a costa de los otros.


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Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
  • Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
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