Sufrí de un breve y epifanico destello de claridad al conticinio de un día terriblemente insípido, un día de esos que te saben a agua cuando lo único que quieres beber es algo que no sea agua.
Este destello fue uno de esos momentos donde todo hace sentido, donde los errores que he cometido no se sienten como errores, donde mis infortunios parecen ser exactamente lo que me tenía que pasar, donde lo que no hacia sentido ahora solo es una oportunidad para ser mejor.
Este destello de claridad fue tan efímero como el recuerdo de un sueño al despertar.
Pasado el esclarecimiento, siento arrepentimiento por primera vez desde aquella vez que perdoné a quien no debía de perdonar, no obstante a pesar de estar arrepentido me queda profundamente claro que esto es lo mejor que me pudo haber pasado, que amo haber cometido los errores que cometí y que gracias a estos podré ser mejor.
Reflexionando sobre aquel destello de claridad al final de un día tedioso, me encuentro divagando en las enseñanzas de Nietzsche, especialmente en su concepto de amor fati: el amor al destino.
Este principio sugiere no solo aceptar, sino abrazar todo lo que nos sucede, con la convicción de que cada momento de nuestra existencia, cada alegría y cada adversidad, es esencial.
Entonces, los errores que cometemos y los perdones que otorgamos se convierten en piedras angulares de nuestra evolución personal.
Así, en el reflejo tardío de ese día insípido, me doy cuenta de que la verdadera claridad surge al enfrentar nuestras fallas con valentía.
Es aquí, en este reconocimiento, donde reside la verdadera libertad.
Y es desde este lugar de comprensión donde me siento impulsado a pedir perdón.
Pido perdón sinceramente si, a través de mis acciones o palabras, he causado algún daño o dolor.
A ti, que quizás has sentido el impacto de mis errores, te ofrezco mi más sincera disculpa.
