Hay palabras que funcionan como umbrales: no se cruzan, se intuyen. Inefable es una de ellas.
Su sola pronunciación parece rozar los límites de lo decible, como si al articularla ya estuviéramos forzando una zona del lenguaje que no quiere, o no puede, ser dicha del todo.
Lo inefable no es simplemente lo que no se puede expresar; es lo que, al intentar decirse, se deshace. Un exceso de sentido, una desbordante carga de significación que ningún signo alcanza a contener.
En su etimología; del latín ineffabilis, resuena una negación fértil: lo que no puede ser hablado.
Pero esta imposibilidad no remite a un vacío, sino a una plenitud que el lenguaje no soporta. Lo inefable se presenta allí donde el logos vacila, donde la experiencia es tan densa o tan pura que la palabra tiembla, se encoge o directamente calla.
La filosofía ha intuido su presencia en los márgenes del pensamiento racional; la mística lo ha invocado como lo absolutamente otro, lo no representable; y la poesía ha hecho de él un lugar de insistencia: decir lo que no se puede decir, escribir lo que no cabe en escritura.
Pero lo inefable no pertenece a ninguna de estas disciplinas en exclusiva: se filtra en lo cotidiano, en la forma imprevista de un instante que no sabemos cómo contar, en un recuerdo que no cabe en la narración, en el vértigo de una revelación súbita.
Hay, además, un matiz íntimo en lo inefable.
No se trata solo de lo inalcanzable por la razón, sino de aquello que se siente con una intensidad tal que no encuentra traducción.
Porque también lo inefable puede ser lo que se siente por alguien.
Lo que, por más que se intente explicar, siempre será menos que su vivencia.
