Hay una paradoja íntima, silenciosa, que se desliza entre los pliegues de la experiencia cotidiana: el tiempo; ese ente invisible que estructura nuestra existencia, se curva, se contrae o se dilata en función de nuestras relaciones intersubjetivas.
No hablamos aquí del tiempo físico, el de los relojes y los astros, sino del tiempo vivido, el tiempo fenomenológico, ese que no se mide sino que se siente; que no se cuenta sino que se habita.
Quien haya estado atrapado en una conversación forzada, o en la incomodidad de una compañía indiferente, habrá experimentado el tiempo como una losa: pesado, espeso, lento.
Los minutos se arrastran; se hacen sentir.
Por el contrario, en presencia de quienes nos conmueven, ya sea por amor, amistad o incluso admiración, el tiempo parece escaparse, como si se deshiciera en nuestras manos.
El instante se convierte en una fuga perpetua y la duración se licúa hasta parecer un parpadeo.
Este fenómeno no es menor ni anecdótico.
En él se revela algo profundo sobre la naturaleza relacional del sujeto: que nuestra temporalidad no es autónoma, sino interdependiente; que el “yo” nunca es plenamente uno, sino siempre en parte un “nosotros”.
Como señaló Henri Bergson, el tiempo de la conciencia, la durée, es cualitativo y no cuantitativo.
Es un fluir continuo, no un conjunto de puntos sucesivos.
Cuando ese fluir se entrelaza con el otro, se ve afectado por su presencia emocional, su densidad simbólica.
Heidegger, por su parte, nos recuerda que el Dasein (el ser-ahí humano) es un ser en el tiempo, pero también un ser con los otros; el Mitsein.
El “ser con” afecta inevitablemente la manera en que el ser experimenta el tiempo.
No es casual, entonces, que las horas con quien amas parezcan segundos, mientras que la soledad o el tedio las inflan hasta lo insoportable.
La percepción del tiempo, en última instancia, se revela como una construcción afectiva.
No sólo vivimos el tiempo; lo sentimos.
Y ese sentir está mediado por la calidad de los lazos, por la profundidad de las conexiones, por la autenticidad del encuentro.
En este sentido, el tiempo se vuelve una medida de lo humano: cuanto más auténtico el vínculo, más liviano el paso del tiempo; cuanto más vacuo o doloroso, más denso y prolongado se vuelve.
Tal vez, entonces, deberíamos dejar de preguntar “qué hora es” y comenzar a preguntar “cómo estamos siendo con el otro en este tiempo”.
Porque en la experiencia compartida del tiempo se revela no sólo nuestra temporalidad, sino también nuestra humanidad más radical.