En los repliegues más densos de la vida interior, donde el sujeto moderno se convierte en su propio carcelero, acontece a veces una operación radical: la aniquilación simbólica del Yo. No se trata del suicidio físico, sino de un gesto más profundo, más ontológicamente subversivo: matarse a uno mismo como estructura, como identidad agotada. Una especie de regicidio existencial.
La catarsis, lejos de su acepción más terapéutica, se revela aquí como un acto de violencia liberadora. No una purga emocional, sino una destrucción intencional del sujeto que uno ha sostenido con terquedad, muchas veces a costa de su propia expansión. Esta muerte simbólica, esta autoinmolación interna, constituye una rebelión contra la fidelidad narcisista al personaje que uno ha venido interpretando. No es una crisis: es una ejecución.
En esta clave, la catarsis no es alivio, es incendio. Quemar lo que uno ha sido no garantiza ningún renacimiento y eso es parte de su dignidad. El acto catártico así entendido es ético antes que emocional: responde a una exigencia de verdad. La verdad no como revelación de un fondo oculto, sino como la decisión de no sostener una forma ya falsificada de sí.
Las sociedades contemporáneas; con sus tecnologías del yo, sus rutinas de autoafirmación y su obsesiva producción de narrativas personales, dificultan este tipo de muertes. Nos quieren coherentes, identificables, funcionales. Pero ¿qué libertad es posible si no podemos renunciar al nombre que llevamos, al relato que nos contiene, a la voz que ya no nos dice? Matar al Yo, en este sentido, no es un colapso: es una insurgencia.
Quien ha pasado por esta experiencia; la de asesinarse simbólicamente, no siempre regresa. A veces lo que queda es un vacío inhabitable. Otras veces, sin embargo, surge un sujeto distinto: sin biografía, sin estilo, sin certeza, pero con una respiración más honda. No una máscara nueva, sino una fisura por donde asoma algo todavía sin nombre.
Y aun así, incluso tras el incendio, sobrevive algo. Una brasa, diminuta y obstinada, que rehúsa consumirse del todo. No es resistencia ni capricho: es la persistencia muda de lo que no puede ni debe ser aniquilado. Un fragmento secreto, a salvo del fuego, que se niega a ser reducido a cenizas. Se parece más a un latido que no ha olvidado su ritmo primero, a un eco que insiste en resonar en los corredores del cuerpo. Algo que, a pesar de todos los intentos, no se deja enterrar.
Y no es que uno no lo haya intentado; es que hay fuerzas que no están hechas para el exterminio. No por incapacidad, sino por reverencia silenciosa: un pacto tácito con lo que de verdad importa, aunque duela, aunque pese, aunque no conceda tregua.
Quizá eso sea lo más catártico: que no haya promesa. Que después de la muerte simbólica no haya garantías, solo silencio. Y, si hay suerte, una nueva forma de atención. Un oído capaz de escuchar no solo lo que arde, sino también aquello que, en su terquedad luminosa, se niega a morir.