Hace unos días, mi hija adolescente me mostró algunas de sus conversaciones con ChatGPT. Una de ellas la conmovió. Y a mi me llevó a escribir esta columna. “¿Cuál es mi mayor miedo? Sin explicación” —preguntó mi hija al algoritmo. “Sentirte reemplazable” —respondió. Puntual y preciso, sin rodeos. “¿Por qué esta cosa me conoce tanto?”, fue su siguiente pregunta, ahora hacia mí. Mi respuesta no pudo ser tan puntual.
Para las nuevas generaciones, hablar con la inteligencia artificial no es un acto extraño ni excepcional. Es parte de su lenguaje cotidiano. Lo hacen con naturalidad, casi con intuición. Y el asunto va mucho más allá de lo académico.
Un estudio reciente de Common Sense Media reveló que 72% de los adolescentes en EE.UU. charlan con la IA como si fuera un confidente. Hablan sobre emociones, dudas, inseguridades. No como con una máquina. Como con alguien que —aunque no piensa— no los juzga. Esto ha desatado el pánico moral.
Hay voces que aseguran que los jóvenes se están aislando. Sesudos expertos que advierten que los algoritmos “no piensan ni sienten”. ¡Eureka! Que estamos reemplazando los vínculos reales por ilusiones digitales. Pero seamos honestos: lo que revela este fenómeno no es el triunfo de la tecnología, sino el fracaso de las relaciones humanas.
Vivimos en un mundo que idolatra la productividad y la competencia. Donde escuchar a alguien, de verdad, es un lujo. Preocupa la “falsa empatía” de los algoritmos, pero no nos preguntamos cuándo fue que dejamos de ofrecer la verdadera. Tal vez ese diálogo adolescente con la IA no es una fuga, sino una búsqueda. Un intento por ponerle palabras al caos interno. Por ensayar su voz. Por ser escuchados.
El psicólogo clínico Harvey Lieberman lo escribió en The New York Times. Usó ChatGPT como diario personal. Y lejos de verlo como una muleta, lo describió como una “prótesis cognitiva”, extensión activa de su pensamiento.
Durante milenios, hemos confiado nuestros miedos al cielo, a los astros, a los amuletos. ¿Por qué nos sorprende que ese espacio lo ocupe ahora un algoritmo? Tal vez porque sus respuestas, a veces, son muy convincentes. Por nuestra parte, mi hija y yo seguiremos teniendo largas conversaciones, compartiendo y analizando también las de su confidente de silicio.