Álvaro Mutis refiere que, en un encuentro con Jean-François Fogel, biógrafo de Paul Morand, confesaba que el francés se le revelaba en esas páginas como alguien frío, distante, a quien uno no tendría muchas ganas de conocer. A lo que Fogel respondió: era peor. Tal parece ser lo que ocurre con Henry “Chips” Channon. Su figura, que en vida ciertamente no gozó de la mejor reputación, ahora, a la luz de la publicación de la edición integral de sus diarios, es peor. ¡Qué mejor!
Nacido en Illinois, Estados Unidos, e hijo de una familia riquísima, “Chips” Channon recibió una pensión vitalicia de alrededor de 90,000 libras. Nunca hubo de trabajar por necesidad, si es que alguna vez lo hizo; de modo que, como su amigo William Somerset Maugham: lo vio todo, lo conoció todo y lo probó todo. Se convirtió al catolicismo —en parte por su antiamericanismo, en parte por una filiación estética a la manera de T. S. Eliot—y, tras décadas de bon vivre, contrajo nupcias con Lady Honor Guinness. Este matrimonio le regaló dos cosas invaluables: su hijo Paul y un escaño en la Cámara de los Lores, heredado de los padres de su mujer. Con ambas fue feliz.
Si hubiera que encerrar a Channon en una sola palabra, sería fatuidad. Pero este atributo de la personalidad del diarista, por definición negativo para la vida cotidiana, en el escritor hace germinar observaciones divertidas, ligeras y veleidosas, episodios en los que la mayor proeza en una noche es haberse sentado, durante una cena, junto a dos reinas o a dos sillas de un rey. Y, sin embargo, a diferencia de muchos otros diaristas —por ejemplo, Harold Nicolson, cuyos méritos vitales y literarios lo superaban por mucho— en “Chips” hay algo que no hay en otros diaristas: autenticidad.
Y eso es lo que reclamamos nosotros, los lectores de diarios: una feliz equidistancia entre el escritor que se da una sana importancia como individuo —con sus sueños y sus miserias— y la jactancia de aquel que se asume irrepetible. En mejor prosa, se lee en el Eclesiastés: generaciones van y generaciones vienen, sólo la tierra permanece. Algunas personas —escritores y diaristas, ahí incluidos— no lo saben y hacen de una desventura amorosa una historia propia de Dido y Eneas. “Chips” Channon no.
Porque, en su frivolidad, Channon estaba consciente de su engreimiento, vanidad y orgullo. En algunas reseñas que leí meses atrás, en The Wall Street Journal y The New York Review of Books, se le calificaba de snob. Nada más alejado de “Chips”. Amigo del príncipe de Gales e íntimo del rey de Serbia, quien había sido su compañero en la Universidad de Oxford, Channon sabía su lugar en sociedad. Y mejor aún: lo entendía. Por eso, comportaba un triunfo que tal o cual personaje del Gran Mundo lo recibiera en su casa o le regalara una cigarrera en Navidad. ¿Era un snob? Definitivamente no. ¿Un arribista? ¡En todos los sentidos!
Hay escritores a los que admiro y de los que jamás habría querido ser amigo —Marcel Proust, F. S. Fitzgerald, Oscar Wilde. Hay otros en el sentido contrario: malos artistas y entrañables personas, como *** que a veces se puede ver y saludar por la Condesa. Hay un tercer tipo al que admiro y al que rogaría una amistad. Uno de ellos es Henry “Chips” Channon.