En la semana leía cómo en menos de 24 horas la invasión a Gaza mandaba señales tan opuestas que hacía obligatorio, para intentar una aproximación razonada, checar los horarios de cada suceso para lograr una instantánea con cierta lógica. Fue imposible. Porque en un solo día, Israel anunció que aceptaba el plan de cese del fuego de Donald Trump, pero bombardeó también Catar en busca de eliminar a los negociadores de Hamás de un eventual acuerdo de paz y llamó a los palestinos a desalojar la Franja, ya no sólo migrar al sur, porque entraba en vigor la ocupación total.
Y es que, en el campo de batalla, la evidencia está a la vista, se ha tecnologizado todo tipo de arsenales y tácticas, cambiaron las formas de combatir y de destruir, pero el pensamiento parece anclado en la prehistoria, cuando ya había un espíritu guerrero a juzgar por el arte rupestre y los hallazgos arqueológicos, sobre todo. Dice Karen Armstrong, a quien he citado antes, que, a pesar del culto a la razón, de Copérnico a Darwin, de Pascal a Kant, de Hobbes a Nietzsche, la historia moderna está marcada por la caza de brujas y las guerras mundiales, que han sido explosiones de irracionalidad.
Siglos pasan y el mejor argumento que da un agresor, sea por convencimiento o por conveniencia, pasa por la religión. Los filósofos han pasado tiempo debatiendo la cuestión, sobre todo antes de que Zaratustra intentara cerrar la discusión con eso de que si nadie había oído que Dios ha muerto, pero desde los griegos hasta los existencialistas ha persistido el desacuerdo, mientras que los fundamentalistas aprovechan la distracción para desfigurar la religión y la ciencia en nombre de sus dogmas, que, como en el caso del primer ministro israelí, pasan más por sus intereses que por un genuino espíritu de culto. Es más bien poder. A secas.
El mundo moderno, dice Armstrong, que solía ser tan atractivo para un liberal, a un fundamentalista le puede parecer ateo, sin sentido e incluso satánico. Qué peligroso.