Supongo que el término “vacaciones” no es el mismo para todos. En el fondo de la definición está la idea generalizada de un periodo extraordinario en el que descansamos cuando se supone deberíamos trabajar. O sea: un pequeño triunfo de las luchas del proletariado: descanso pagado como una expresión de justicia, pues no hay trabajo asalariado que no comprometa física y mentalmente al trabajador, y no hay empresa o institución (pequeña, mediana o inmensa) que no se beneficie de ese desgaste.
Tampoco me refiero al hecho innegable de que, para algunos, las vacaciones implican otra cosa más allá del descanso. Para ellos, “vacacionar” se haconvertido en un estilo de vida que pareciera pretextar sus posiciones en el trabajoy todo su sistema de explotación. La vacación como unlimbo más allá del bien y del mal, regido por el lujo, el servicio y la ostentación. Hace 100 años, las vacaciones de escritores consistían en esperar que algo interesante pasara en el lobby de un hotel de París. Ahora todo pasa maravillosa y ostentosamente frente a una cámara que vuelve todo viaje una experiencia iniciática, rimbombante y justificada por sí misma. Supongo que esta clase iniciada en la vacación eterna necesita vacaciones para recuperarse de las vacaciones, volviendo el trabajo una penosa justificación de la existencia del tiempo entre descansos.
Yo me refiero, más bien, al hecho de que hay un grupo, cada vez mayor, cuyo trabajo al margen de leyes y amparos sindicales, ha convertido las vacaciones en una promesa que habita un distante lugar en el futuro. Un premio que no puede pagarse quien vive al día, quienes viven la vida como un espejismo en fotografías de redes sociales e historias de reguetoneros y músicos de regional mexicano.
Una buena política pública sería elevar a rango constitucional el derecho de todas las personas a conocer el mar. Para empezar.