En el sur de Tamaulipas, cada temporal trae consigo la misma postal: sectores de las avenidas más importantes inundados, calles anegadas, vehículos varados, familias sacando agua de sus casas y autoridades que hablan de “lluvias atípicas”.
Pero no nos engañemos: no es el agua la que inunda, es la corrupción y la mala planeación acumulada por décadas. Solamente así se puede explicar la inundación en la avenida Hidalgo, aguas negras brotando del drenaje sobre Ejército Mexicano y otras arterias que se ven colapsadas.
El fenómeno natural es inevitable, pero sus consecuencias son previsibles y prevenibles. Lo que vemos hoy en Tampico, Madero y Altamira es el resultado de obras mal hechas, drenajes colapsados, bocatormentas sin mantenimiento y un desarrollo urbano que se permitió crecer sin pensar en la vocación del suelo.
Las autoridades toleraron –y en muchos casos promovieron– asentamientos irregulares en zonas de riesgo. Colonias sin escrituras, pero con luz y agua, porque en el pasado y en el presente representan votos asegurados. El costo hoy lo pagan miles de familias que pierden sus pertenencias cada vez que cae un aguacero.
La corrupción se escurre entre cada gota. Empresas constructoras que entregaron obras a medias, funcionarios que se beneficiaron con contratos inflados y gobiernos que prefirieron administrar el problema en lugar de resolverlo.
¿De qué sirve de rencarpetar o desazolvar grandes avenidas si se convierten en ríos cada vez que llueve?
Las inundaciones no distinguen: afectan tanto al empresario que ve paralizada su operación, como a la madre de familia que pierde sus muebles, o a los empleados que no pueden llegar a sus trabajos.
Pero sí exhiben con crudeza a los responsables: políticos que cada año repiten la misma promesa de “ahora sí resolver el problema del drenaje pluvial”. Como la obra millonaria que habría de solucionar el grave problema de inundaciones en un sector de Ciudad Madero. Y mientras tanto, la realidad se impone con cada tormenta.
Las lluvias son el espejo de nuestra negligencia colectiva y de la irresponsabilidad gubernamental. Si algo queda claro, es que el agua no es la culpable: solo destapa lo que estaba podrido. Y en ese reflejo, lo que se ahoga no es la ciudad, sino la confianza en sus autoridades y el compromiso de la ciudadanía.