Se volvieron cadeneras del feminismo y carceleras de la expresión artística. Así podríamos describir a la reportera que increpó en días pasados a la actriz Emma Stone.
A la periodista le parecía digno de preguntar cómo se relacionaba con ese movimiento su participación en la película Kinds of Kindness, que recién compitió en el Festival de Cannes. Pues la película de Yorgos Lanthimos, al parecer, no llenaba la cuota de feminismo necesario al contener escenas sexuales muy explícitas. Y obvio, los periodistas querían saber sobre las escenas de desnudez y sexo algo grotesco.
La pregunta no podía ser más pasivo agresiva: “¿cómo crees que contribuyes al feminismo con esta película? Te has convertido en una activista y estás cambiando el rol, ¿pero tus personajes están cambiando? ¿Cómo te sientes como activista trabajando con Yorgos Lanthimos?”
Claro, porque las mujeres, al ser feministas, al parecer tienen que cumplir con el manual de la feminista perfecta, que no es otra cosa más que seguir llenando los moldes y roles que nos imponen, ya no los hombres, sino el progresismo.
Emma Stone contestó: “Soy feminista porque eso es lo que es congruente para mí, no sé si eso sea activismo. Y como actriz selecciono los papeles que me parecen interesantes no pensando si eso refleja o no una agenda”.
Y es que aquí se plantean dos de las grandes reflexiones de nuestros tiempos. La primera: ¿qué es ser una activista? Y, la segunda, en esta oleada de progresismo, ¿la genialidad creativa y el arte también se convierten en agenda?
El término activista se ha terminado por diluir en la oleada de usuarios de las redes sociales que de vez en vez comparten un hashtag o alguna frase, se unen a una tendencia y se denominan activistas sin activar más allá de sus pulgares o teléfonos móviles. El caso de Stone es diferente.
Ella comparte la agenda feminista, tiene una convicción como ella misma lo afirma. Pero no se redime a sí misma como agente de cambio sino como una persona con conciencia social, pero en el plano personal, no con pretensiones –al menos no intencionalmente– de transformar sociedades. Y es esa separación en la que nos hemos perdido actualmente en la que proliferan los activistas digitales, cualquier cosa que eso signifique, pero que no implique trastocar su vida o algún riesgo.
En el caso del arte, es más compleja la discusión. Al parecer, hemos retrocedido a pasos agigantados. Hemos reducido el arte y sus creadores o intérpretes a propagandistas. Al parecer aquello del genio creativo y de la genialidad de la inspiración tiene que pasar la aduana de la corrección, en el mejor de los casos, o en otros, debe ajustarse a los estereotipos y cargas sociales que se hayan impuesto por la Santa Inquisición del activismo woke.
Nos olvidamos que el arte no es regido por el mundo tangible sino por el sensible. Que los egos, propagandas y activismos no forman parte del artista. No podemos buscar la igualdad, llamarnos feministas y emular a Goebbels en la censura a aquellos que entienden, como Stone, que se puede tener congruencia social sin ser farol de la corrección.