Es inocultable que los efectos de la criminalidad que padecemos son equiparables a la devastación de una guerra o revolución interior.
Tanto que ya es ocioso repetir las estadísticas sobre asesinatos, secuestros, violaciones y delitos de toda índole.
También es incuestionable que la delincuencia ha logrado intervenir en algunos gobiernos y en varias actividades de la economía formal, acumulando así poder y dinero.
Esta triste situación, cuya realidad es indiscutible, ha dañado el tejido social.
Ha minado la confianza en los gobernantes; y ha roto los lazos de solidaridad, empatía y protección mutua que deben de unir a los hombres y mujeres para que tenga sentido la vida en sociedad.
Hasta ahora, la inmensa ola delincuencial y los conflictos sociales han avasallado a los gobiernos; que a este respecto sólo han ofrecido soluciones retóricas y nuevas leyes a sabiendas de su inutilidad práctica por su incumplimiento.
Esta cruda realidad y el permanente estado de indefensión, provoca una especie de sopor, de adormecimiento, como único medio de defensa para hacernos creer que la vida discurre normalmente.
Hasta que de nuevo sucesos monstruosos como el asesinato incalificable de Fátima y los feminicidios, vuelven a encararnos con la magnitud de la tragedia.
Es abrumadora la vigencia que ahora tiene el poema de Francisco Escobedo:
“Todo es en la naturaleza simbolismo/ Hay en Puebla, en su sierra encantadora/ Una a la que el indio llama/ “Flor que llora”/ Flor que llora colgada en el abismo./ Extraña analogía guarda esa flor/Con la patria mía;/ México es una flor encantadora; /Mas ¡Ay! es flor que llora/ Flor que llora colgada del abismo”.
Sin embargo, debemos conservar la entereza y atender a Marco Aurelio que aconseja seguir el camino de la verdad y la justica a pesar de vivir entre hombres injustos.