Una de las autoras más propositivas incluidas en el catálogo de Sexto Piso es Vivian Gornick (Nueva York, 1935). Es una narradora que emerge del periodismo, su prosa —a caballo entre la crónica y el ensayo personal— se impregna de instantáneas, memorias, lecturas que, llegado el momento, forman parte de su vida en la convulsa ciudad de Nueva York. Como lo hizo primero con Apegos feroces (2018), Gornick expone fragmentos de la cotidianeidad y la vida con su madre, personaje sumamente complejo que siempre está tratando de poner a prueba a los demás para que se haga su voluntad. En cierto sentido, este libro podría mirarse como una segunda parte de esos apegos que se volvieron entrañables para no pocos lectores porque expuso con acierto tres distintos roles femeninos: el de la madre, su vecina Nettie y la narradora. No obstante, hay algo distinto, un matiz más cercano a la reflexión intimista que, al mismo tiempo, colinda con la erudición, la cita precisa, certera, para ejemplificar en qué consiste la verdadera amistad.
La escritora se conduce de un asunto particular a lo general. Primero se encarga de hablar de su amistad con Leonard, su amigo gay que, como ella, disfruta de “hacer soportable su soledad” en Manhattan (frase que retoma de Samuel Johnson). Más tarde elabora un repaso de escritores célebres que tuvieron vínculos afectuosos con ciudades, como el mismo Johnson, y también Dickens, Victor Hugo y Gissing (Londres); Joyce (Dublín); Whitman, Crane y Charles Reznikoff (Nueva York); además se enfoca en los lazos de amistad y salen al paso escritores como Samuel Taylor Coleridge y William Wordswoth.
Aquí no se idealiza nada, ese es el tono de Gornick. Podría pensarse que su propósito consiste en derribar mitos, visiones idílicas que sólo deforman la realidad o atienden a convencionalismos. Su escritura se centra en mostrar claroscuros, dudas, desaciertos, asunto que se agradece porque así somos los seres humanos: fallamos y sólo así evolucionamos. De la misma manera en que deja a la vista los defectos de su propia madre, se pasa cuchillo a los de ella. La habilidad de la escritora radica en la empatía con el lector y en dar cuenta de lo complicados que somos en el momento de soltar obsesiones, costumbres, apegos.
La amistad, acaso como una variante del amor, es una cuerda que cada quien arma con los elementos necesarios para hacerla débil o fuerte. Como nuestra esencia es cambiar, desarrollarnos, no es común que esos lazos persistan. A veces las amistades de toda la vida son porque, en realidad, convivimos poco tiempo con esas personas y nos da más remordimiento dejar de ver a alguien que creció con nosotros; o porque nos recuerda que alguna vez tuvimos niñez, aunque ya hayan transcurrido años luz. Tal vez es similar a los momentos en que andamos por las avenidas y la colonia de nuestra infancia, los parques y calles en que crecimos.
“Cuando mi amistad con Emma se estaba desintegrando, recordé que Winston Churchill dijo una vez que no hay amigos eternos, sólo intereses eternos y, aunque entendía que lo que Churchill quería decir era que las ambiciones mundanas siempre ganan a las lealtades personales, recuerdo que incluso entonces pensé: ‘Se equivoca, tampoco existen los intereses eternos’. Lo que había provocado que Emma y yo nos distanciáramos había sido la infidelidad de nuestros propios ‘intereses’ cambiantes”. Porque “nuestras vidas interiores, declaró William James, son fluidas, inquietas, volubles, siempre están en transición”, anota Gornick. (págs. 55 y 56)
El feminismo en Vivian Gornick deriva en una convicción sumamente arraigada. No es una moda pasajera o un cliché, como ocurre con ciertas autoras que ahora enarbolan esa bandera para subir ventas o que las tomen en cuenta en programas culturales siendo que nunca antes manifestaron esa postura en sus libros. Gornick se halla alejada de las feministas de ocasión, a ella le toca ser feminista en los años setenta, luchar por derechos, levantar la voz ante la inequidad salarial, los roles establecidos y exigir mayor difusión (y acceso) a los métodos anticonceptivos. Su visión se empata con el feminismo y la lucha contra el racismo de Angela Davis, activista estadounidense que ha luchado contra el machismo y distintas formas de discriminación. Tanto para Davis como para Gornick (hija de migrantes rusos) cualquier acción individual debería servir a un fin más amplio, ya que la única manera de generar cambios proviene de la articulación coordinada de los sectores socialmente oprimidos. “El feminismo será antirracista o no será”, proclama Davis.
Mary Britton Miller nació en 1883, en New London, Connecticut. A los 28 años se estableció en la ciudad de Nueva York, escribió poemas y cuentos que pasaron desapercibidos hasta que publicó tres novelas cortas con el seudónimo de Isabel Bolton. Los críticos literarios de la época, Edmund Wilson y Diana Trilling, reconocieron la efectividad de su prosa. En estos libros, como refiere Gornick, casi no hay trama sino una ensoñación; es decir, lo que una mujer reflexiona de manera introspectiva. Se trata de seguir la voz interior, el pensamiento que se hilvana con el recorrido por la ciudad de Nueva York. El espíritu del flâneur, en su esencia más auténtica y fiel a lo postulado por Baudelaire, queda remarcado en La mujer singular y la ciudad, pues la autora ya lo había hecho en su anterior libro, Apegos feroces. La escritora asimila de Bolton esa fascinación por deambular en Nueva York, sin rumbo fijo, abierta a una serie de vicisitudes que puedan surgir durante el trayecto.

Gornick descubre que Bolton, como ella, se siente sola en una ciudad repleta de gente. En ese sentido, reconoce: “Ve lo que Freud vio: que nuestra soledad es angustiante y que, aun así, inexplicablemente, nos negamos a renunciar a ella. No hay un solo momento en el tiempo psicológico en que podamos librarnos de esa contradicción: es el conflicto por excelencia. Ésta fue la sabiduría de Bolton, su única sabiduría. Cuando la puso por escrito a finales de la década de los cuarenta del siglo XX, a sus lectores más cultos les pareció un pensamiento profundo”. (pág. 67)
La soledad puede mirarse como un conflicto que se resuelve a lo largo de estas páginas. En su niñez y adolescencia, la escritora creció con la idea de que debía tener una pareja estable, formar una familia que seguramente iba a provocar una mirada de aprobación en su progenitora. La joven busca, experimenta, se tropieza, soporta, se equivoca, se desengaña varias veces hasta que llega a la conclusión, ya en su madurez, que el PA (príncipe apasionado) no existe. Y no piensa casarse ni tener descendencia, pues así en singular, siendo ella misma, dedicada a la escritura, al periodismo, sintiendo placer al recorrer las calles de Nueva York, teniendo complicidad y desencuentros con su madre, es su vida.
“Durante muchos años, caminé más de nueve kilómetros al día. Caminaba para despejarme, para sentir la vida de las calles, para disipar la depresión vespertina. Durante aquellos paseos, soñaba despierta constantemente. A veces pensaba en el pasado —idealizaba recuerdos amorosos o elogios—, pero sobre todo soñaba con el futuro: con ese mañana en que escribiría un libro perdurable”. (pág. 100)
Gornick es una autora transparente, deja en claro sus referencias literarias y le impone un reto a la crítica literaria para que no limite a hablar de lo evidente. Su prosa, salpicada de anécdotas y revisiones del pasado, favorece la construcción de un modelo femenino auténtico, rebelde, ávido de lecturas y de vivir en una sociedad que se transforma de manera vertiginosa. Sin embargo, en medio del caos, es posible hallar momentos de paz y, claro está, de lucidez.
Vivian Gornick ya ha escrito libros perdurables, habrá que continuar reflexionando sobre ellos.