Este domingo 4 de febrero Nayib Bukele se reelegirá como presidente de El Salvador. Aunque la Constitución de ese país prohíbe la reelección, la Asamblea Legislativa —en manos de Bukele— aprobó su candidatura y la Corte Suprema de Justicia —también en manos de Bukele— secundó la moción.
La encuesta más reciente señala que Bukele tiene 70.9 por ciento de intención del voto, el segundo lugar tiene 2.9 y 21.2 se abstuvo de opinar o anulará su voto. También que Nuevas Ideas, su partido, obtendría 57 diputados y la oposición, tres.
El presidente es, como dice la nueva serie de pódcast Bukele: el señor de Los Sueños, de Radio Ambulante Estudios —y que recomiendo ampliamente—, “un joven privilegiado que convenció a la mayoría de su país de entregarle un poder sin límites” y “un presidente que consiguió desmantelar el Estado de derecho sin perder su popularidad”. Hoy, ese millennial desenfadado que viola los derechos humanos y somete al Estado a su capricho está siendo emulado en toda la región. Y eso es un peligro absoluto para la democracia.
El gran logro de Bukele ha sido disminuir la violencia y los homicidios en el que fue durante años el país con más asesinatos del mundo. Lo ha hecho a través de la violación sistemática de los derechos humanos, del encarcelamiento de inocentes y de pactar con las pandillas del país. Desde el 27 de marzo de 2022 el país vive en un estado de excepción y se ha detenido a más de 75 mil personas acusadas de ser pandilleros.
Esta narrativa de mano dura, en un continente cansado de la violencia, ha permeado no solo en ciudadanos de otros países, sino en sus gobernantes: Honduras también decidió implementar infructuosamente un estado de excepción; Ecuador, ante una escalada histórica de la violencia del crimen organizado, también implementó un cese de los derechos fundamentales y anunció que construirá dos cárceles de máxima seguridad, al estilo de la “guerra” de Bukele contra las pandillas.
En México, el candidato presidencial de Movimiento Ciudadano, Jorge Álvarez Máynez, dijo hace días que la inseguridad “es un tema que se debe de asumir con todo el rigor desde la Presidencia de la República (…) si El Salvador, que tiene menos recursos que México, pudo atajar este tema de frente, México lo puede hacer y lo puede hacer con una estrategia civil y que tenga como objetivo la paz”.
Bukele no es un político que milite en la izquierda o derecha tradicional, sino el creador de un populismo que ha evidenciado que, para un país entero, vivir en una democracia tiene menos importancia que sentirse seguros cuando salen a la calle. El “dictador más cool del mundo”, como se llegó a autonombrar, ha logrado desmantelar una incipiente y errática democracia, como la salvadoreña, entre aplausos y sin que le afecten los escándalos graves que han sucedido en su gobierno.
Tras su victoria, serán aún más los políticos —y los ciudadanos— de otros países que volteen a verlo como un ejemplo a seguir. Que piensen que eliminar la violencia, el crimen o los problemas de nuestros países bien vale la pena que se extingan los derechos humanos y la separación de poderes en el Estado. Ese camino solo llevará a que las dictaduras resurjan con fuerza en una región que parece que ya olvidó cómo fue vivir en ellas.