Desde que el hombre es hombre se ha pensado en lo corrosivo del paso de los años. Los surrealistas atinaron en una hermosa frase a buscar “El Oro del tiempo” mientas que Ernesto Cardenal dejaba constancia en un verso que los días pasan como los autos de moda sobre las autopistas.
En el extremo y quizá para defendernos de lo que no podemos detener jamás, la experiencia nos ha enseñado que una nueva arruga en la piel es sabiduría. Por la inmensa fijación que tengo de las ciudades pienso que lo que las humaniza es precisamente el tiempo porque las transforma.
Eso sí, lo pasado ya es pasado, el futuro no existe y el presente es importante porque sirve a la memoria como un rescate de lo que ayer fue. Nadie sabe que habrá para mañana.
La memoria hace las veces de la fotografía: instala las imágenes en un sitio, las congela. Ejemplo muy personal: presencié la gran transformación de una de las más bellas ciudades de México: La Puebla de los Ángeles pensada por los hombres, cito para responderle a un lector que la semana pasada opinó que todo cronista es un historiador frustrado. No sabe que son tareas y oficios muy diferentes.
¿Qué recuerdo? Una larga 6 Poniente llena de verduras y cantinuchas, un atrio de Santo Domingo cubierto por un pasaje comercial, una 4 Oriente apropiada por los fayuqueros, una Plaza de la Democracia a dónde consumíamos molotes y memelas, un Edificio Carolino con carteles del PCM, partido que tuvo grandes hombres de palabra pensamiento y acción, un Edificio San Jerónimo que albergaba a todos los colegios de la Escuela de Filosofía y Letras de la UAP, una Casa de la Cultura (hoy en pésimas manos) en cuyo espacio trabajé y aprendí en el único taller literario serio que ha tenido esta región, el coordinado por el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja.
¿Qué más? Tantas muchas cosas: los cines descritos en un libro de crónicas de mi autoría. El tiempo es corrosivo: hoy vivo en otra ciudad pero es la misma, la de la memoria.
