El poeta llegó hasta la redacción con aire descompuesto: era inevitable tanta soberbia. Último día, justo tal. Hizo un esfuerzo por reconstruir su coherencia, perdida en algún momento del vértigo tipográfico, del puro capricho expresivo —es que ¡vaya con las musas!: se presentan tan desordenadamente, bajan con prisa tan invencible como ocurren ciertos asuntos incontrolados: la risa, el amor, la vida o los encuentros (¿qué pasa?, que la vida no le explica a nadie lo que pasa), pero el poeta —¡pobre poeta! — no se dice ni a sí mismo aquello que flota a su alrededor: lo que pasa.
Su andar era desordenado, pero era el poeta —y hay tantos rapsodas cuyo paso ha trastabillado, que la lista sería un ejercicio de dolor. Nadie demostró que el asunto le interesaba, pero pareció que la curiosidad tuvo un aleteo para todos. Hipócritamente, aunque al unísono, voltearon los individuos que hipotecaban sus días en la redacción.
—¡No puede ser! —gritó el poeta—. ¡Mi obra se publicó alterada!
—¿Usted tiene obra? —pregunté yo. Ya no creía en nada ni en nadie, a esas alturas sabía que la letra impresa era una entidad que nos respetaba porque nos confundía, aseguraba que éramos dioses: ni para cuándo.
—¡Mi obra es perfecta! —dijo él.
—¡Já! —bufé yo.
No era el momento de discutir porque nunca es el momento de discutir. Pero el poder hay que conservarlo hasta el instante postrero, y seguí.
—¿De veras cree lo que dice? —repuse, con una mano en el bolsillo. Siempre el efecto, porque es inútil buscar otra práctica. Repito que era el último día, la línea de sombra, el extremo donde las voces que hablan se disuelven juntas, cuando todos los cuentos alcanzan el desenlace y surgen los rictus de cualquier adiós.
—Todo error es mala fe —afirmó con el rostro descompuesto. ¿Emoción de verso blanco, dermatitis prosódica, cólera de vate mal editado? No, algo más simple, un rubor provocado por la incógnita esencial: ¿estoy vivo o estoy muerto? Paranoico, el poeta.
Aunque su estridencia —ruido de goznes sueltos, graznidos bárbaros, aceites sulfurosos: así son las herencias irremediables— también podía ser el raído manto de otra incertidumbre: ¿soy hombre o soy mujer? Histérico, el poeta.
Poco a poco, la curiosidad que la redacción había disimulado rodeó con avidez nuestro intercambio. Un círculo de miradas me apresó junto al poeta vociferante. Mucho estaba en ellas: la burla —esa madrastra del espectador mustio—, la perplejidad —una cortina que no corrige las notas cacofónicas—, o el morbo —esta vuelta de tuerca del corazón resentido.
—Todo error —dije, con una calma que en tales horas podría evaporarse de golpe— obedece a un azar que desconozco. Pero usted parece saber bastante al respecto. ¿De qué habla, por Dios?
—Del acomodo, de la suma exacta de las partes, de la delicada arquitectura que rubrica mi obra, de esa armonía que mis enemigos no toleran. ¡Usted ha destruido la perfección de mi canto! Usted, el dueño del error. —Un jadeo rubricó su frase en combustión. El círculo de las miradas me encerró en límites tanto más estrechos. Morbo, Burla y Perplejidad esperaron chismosos mi respuesta.
—Sí —dije al fin resignado—, parece que la razón le es ajena pero hoy vino con usted.
Pude seguir, aclarar que mi asentimiento solo aceptaba una parte de sus insensatas quejas, diferenciar ante el círculo rencoroso lo que era mentira y lo que era verdad, pero el poder siempre se pierde y ese momento había llegado. —Sí —repetí, para que su victoria retumbara dicha tarde de despedidas—, la razón está con usted.
Aludía yo a la propiedad de lo inesperado, lo demás era tan innecesario como los malos versos de ese poeta incapaz de componer una línea aceptable. Solo que la lucidez no es patrimonio de quien la cultiva, y acepté como tal al indiscreto mensajero enviado a mí por entidades desconocidas. No lo dije en voz muy alta: los augurios de aquella hora tal vez se hubieran estremecido.
Dejé la redacción mientras el crepúsculo avanzaba por los rincones. Al salir a la calle, la ciudad me pareció más frágil que la misma memoria herida. “¿Quién habla de victorias?”, escuché que preguntó la campana vesperal de un templo que apenas iba abriendo sus altares. “Sobreponerse es todo”, le contestaron las blancas palomas que volaban en cerrados círculos alrededor de sus torres de piedra.
Y esa noche vagué por estancias llenas de luz.
AQ