Preludio. Él la vio a ella por primera vez la tarde de un miércoles. Participaba en un cenáculo de jóvenes escritores y notó una presencia extraña en la reunión. Iba a demandar su salida argumentando que allí se trataba de discutir privadamente obras en proceso entre frágiles sensibilidades de escritores primerizos tan inseguros como a flor de piel, cuando volteó a verla. Ella le estaba sonriendo y él quedó cautivado.
Días de otoño. Caminaron bajo los frondosos árboles de un parque y fueron contándose su vida. Se prometieron estar juntos ante la historia, aun en aquella inclemente que sabían que iba a llegar. Perdieron horas delante de filas de autos inmóviles y así perdieron a su ciudad, multiplicada por sí misma hasta la demencia del número, el enemigo del ser.
La Central. Un pequeño sitio podría resumir lo evaporado: la glorieta de los tranvías. Contemplaban en silencio la fuente ahora desecada y muda que antes gorjeaba alegre en su centro, húmeda y llena de luz. Los usuarios terminales de sí mismos se multiplicaban en la ciudad laberinto y ellos querían seguir siendo descendientes de una pastoral civilizada. Se tendrían que marchar del desierto de cemento, de los sitios del desconsuelo y el ruido, de la impaciencia incesante, de aquellos lugares del desamparo.
Naranja y consolación. Digamos que los libros los defendieron, o su temple, o su buena fortuna. Los astros a veces rigen el destino de las parejas. Él le dijo a ella que Mercurio en sánscrito se dice Buda y que el color azafrán podría cubrirlos a los dos. Lucharon contra el idiotismo del encierro en lo particular. Siendo hijos poéticos de Eliot, para ellos solo contaba el intento. ¿Lo demás?
Corte de caja. Tuvieron que establecer una nueva alianza: las plantas. Como alquimistas que al amanecer recogen rocío en lienzos extendidos, fueron al campo a vivir. Se diría de ellos: anacrónicos. Un movimiento inverso al predominante, cuando todos se apiñan para estar. La quietud y sus anchas avenidas en el reino vegetal. Excéntricos afortunados, aunque todo obsequio se paga.
Comportamiento. La vida en soledad fue áspera al principio aunque después reveló su perfección. El desorden no tocaba los nuevos intereses que atendían: hacer tierra, enriquecer materia vegetal, cosechar agua, reintegrar la biomasa, experimentar el arte de la metamorfosis. Ellos se aproximaron a las técnicas a su alcance. Y lo que sigue les ocurrió en la periferia del sistema.
Mutaciones. Trátase de la importancia práctica a la vez que del sentido profundo de sembrar por uno mismo. Las artes de la tierra son una forma adyacente de la alquimia, un trabajo sobre la materia destinado a obtener la transformación de la conciencia. Se remontan hasta Adán, quien antes de la expulsión del Paraíso tenía por encargo cultivar el jardín edénico. El simbolismo vegetal determina el inicio del ciclo humano, de donde se deduce la existencia de una agricultura iniciática que Saturno enseñó a los hombres de la antigüedad.
Obra negra. Bajo el signo de Saturno plantaron delicados brotes vegetales en tierra que no recibe abonos o plaguicidas sino composta hecha de materia orgánica, deshechos que se transforman en nutrientes mediante una economía del aprovechamiento máximo, esa estética de la acción concreta que funda su abundancia en el desperdicio de los demás. Aquellos ensayan la muerte, esta pareja aprende la vida.
Telón inmóvil. La historia seguirá contándose en la exacta mitad de los sonidos ululantes que rebotan en altos contrafuertes de piedra y se pierden a los lejos en los meandros de los valles, mientras el día sosegado ahí se prolonga como si el tiempo vegetal fuese una amable continuidad. Faltará la lección del agua, humilde y franciscana, que será vertida gota a gota sobre la tierra fértil en el punto justo donde cada una de las plantas, las de los hombres y las de las hormigas, tendrán que crecer en una acción paciente y por ello encantadora. Su signo indeleble es el riego por goteo, esa forma controlada de la plenitud.
Da Capo. Como lo prometieron durante una de sus primeras tardes: piso de baldosas de barro, casa de piedra, ventanas hacia el horizonte, chimenea con leña seca, cuando ella llevaba un saco de suave piel amielada y caminaban juntos sin importarles adónde ir, ahora se marchan a vivir al campo habiendo aprendido, moviéndose hacia atrás y hacia adelante en las formas de lo real. Hacia un pequeño formato posmoderno o un ejercicio de hiperpolítica, los únicos posibles en ese mañana que ya está aquí. Sin ninguna regresión en el cuerpo del tiempo, sin nostalgia enfermiza o añoranza arrepentida, sin padecer el apego de la mujer de Lot que miró su pasado y quedó petrificada, lo mismo que él momentáneamente cuando la conoció a ella. Los dos son sobrevivientes del sentimentalismo y la angustia civilizatoria. Juntos se alejan sin mirar atrás.
AQ