Cultura

El sendero del silencio

El diccionario de los símbolos distingue entre el silencio y el mutismo. El silencio, afirma, es un preludio a la revelación, el mutismo es el rechazo a la revelación. El silencio abre un pasaje, el mutismo lo cierra. El silencio da a las cosas grandeza y majestad, el mutismo las desprecia y degrada. Conforme a las reglas monásticas el silencio es una gran ceremonia. Dios llega al alma que está en silencio, pero no visita aquella que se disipa hablando, una forma del mutismo. Antes de la creación hubo un silencio, al final de los tiempos lo habrá otra vez.

Los campesinos de la antigüedad sabían que el dios Pan cruzaba por los campos cuando todo guardaba silencio. Sobrevenía entonces un pánico sagrado. La palabra es polisémica, como la piel de una cebolla. Se dice que es el canto secreto del lenguaje llegado a su fin. Conduce al corazón de las cosas. La tradición indica que nos hace tocar el corazón de Dios. El silencio alcanza la verdad. En esa desnudez, escribía San Juan de la Cruz, halla el espíritu quietud y descanso. El silencio es el “lugar” de Dios, aquel campo semántico inagotable que habita en el silencio del Ser.

El individuo —un dogma occidental, según Panikkar—, no es quien guarda silencio, no puede hacerlo en su incesante diálogo interior; es la persona humana —ese “nudo de relaciones en una red entretejida al infinito”— la que lo hace. De ahí que nuestra época compuesta de individuos practique el estrépito, el no silencio de la sociedad del espectáculo como manifestación ontológica. Hago ruido, luego existo, santo y seña de la posmodernidad.

El Buda amaba el silencio, lo custodiaba y aconsejaba guardarlo. Las asambleas budistas se distinguían por la ausencia de ruido y en ellas se practicaba el noble silencio, como entre los pitagóricos y los místicos, los monjes y frailes cristianos, los chamanes o los magos. Emerson aconsejó permanecer en silencio para escuchar el murmullo de los dioses y Heidegger escribiría que “El silencio es el recogimiento del Ser en el retorno a su verdad”.

El silencio del Buda no solo calla, sino que también acalla. Tres son sus ámbitos: el cuerpo, la voz y el pensamiento.

El zen japonés se originó en silencio y mediante un gesto. El Buda mostró a sus discípulos una flor para aludir a la informulable naturaleza de su doctrina. Solo uno de ellos entendió el mensaje y sonrió. Entonces recibió la flor de manos del maestro y se inició el linaje: sin formulaciones verbales, desnudo y repentino.

El silencio, sin embargo, no es un fin en sí mismo sino meramente un sendero, aunque resulte esencial. Un dicho budista ironiza que el silencio no hará de un tonto un maestro. Así lo ilustra un cuento zen traducido por Henri Brunel:

En la primera mitad del siglo XIV, durante el shogunato de los Ashikagaka, cuatro monjes deciden hacer un retiro y guardar silencio absoluto. En la montaña donde están el frío es intenso.

        —¡Se ha apagado la vela! —exclama de pronto el monje más joven.

        —¡No tienes que hablar! Estamos haciendo un sesshin de silencio total —observa severamente un monje de más edad.

        —¡Por qué hablan en vez de callar como hemos convenido! —señala con humor el tercer monje.

        —¿Se dan cuenta que soy el único que no ha hablado? —dice mordaz el cuarto monje.

El haikú, esa poética relampagueante de diecisiete sílabas, “monóstico” de un solo verso articulado en tres partes —“gota de agua del instante que se transforma en gota de cristal” — es un tiempo recolectado, una paradoja que apenas enunciada todo lo abarca. Diría Brune que contiene la deslumbrante y escueta, la silenciosa claridad de lo absoluto. Dos de ellos podrían demostrarlo: “Bajo la clara luna,/ vuelvo a casa en compañía/ de mi sombra” (Yamaguchi Sodo); “Pronto van a morir/ las cigarras; no cabe duda/ al escucharlas” (Matsuo Basho).

El arte de la música no transcurre solamente entre el sonido de sus notas sino en los intervalos entre ellas, desde sus silencios. Igual la literatura. Una antigua retórica hindú, la de Vallana, enseñaba que la belleza no está en lo que dicen las palabras sino en lo que, sin decirlo, dicen: “no desnudos sino velados son deseables los senos”. La supresión del significado aumenta la función del significante. Lo supo Rulfo en sus célebres silencios narrativos, o los clásicos latinos de quienes aprendió a decir mucho con muy poco.

El “sucio y hediondo culto de uno mismo” sucede en el obsesivo diálogo interior. Al librarse del mismo, calla nuestro decir, deja de pensar en lo que se piensa. La conocida reflexión de Pascal sobre la desgracia del hombre por no poder permanecer tranquilo en su habitación apunta a esto.

La alegría de vivir desapareció con la llegada del ruido, maldijo Cioran, ese místico negativo.

Paradoja: escribir 833 palabras para exaltar el silencio.

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Fernando Solana Olivares
  • Fernando Solana Olivares
  • (Ciudad de México, 1954). Escritor, editor y periodista. Ha escrito novela, cuento, ensayo literario y narrativo. Concibe el lenguaje como la expresión de la conciencia.
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