Cultura

Apuntes desafligidos

Acerca del demiurgo. Quizá el error epistemológico que contiene la figura de Jehová o Yahvé, un dios judío absorbido por el cristianismo en su condición de macho cabrío y colérico que guía autoritariamente al rebaño, quede aminorado y aun disuelto por el sacrificio humano de Jesucristo, aquel ser intersticial, transitorio y simbólico que desde su aparición no deja de extraviarse en el laberinto de la interpretación teológica. Harold Bloom sugiere que Jesús, Jesucristo y Yahvé son tres personajes disociados. Éste último se declara a sí mismo incognoscible, Jesucristo queda sepultado por la “descomunal superestructura” de las tantas exégesis sobre su existencia, y Jesús, Jeshúa de Nazaret, semeja un espejo cóncavo que refleja distorsionados a todos quienes se asoman en él. Dos elementos, sin embargo, humanizan a la frenética deidad moralista hebrea —cuyo errático carácter hace recordar un críptico aforismo de Heráclito: “El tiempo es un niño que juega a los dados; el señor es el niño”—: primero el sacrificio mismo de Cristo, con su negatividad y dolor necesarios, y después el soporte donde ocurre, aquella cruz, el recordatorio icónico de una función humana perdida, la de establecer una mediación entre arriba y abajo, entre derecha e izquierda. A partir de ese día la noción de Dios radicará en la intramundanidad.

Creador ausente. El enigmático Yahvé contesta “Yo soy el que soy” a la pregunta de Moisés sobre su nombre, un decir que Bloom entiende como “Yo estaré presente allí donde y cuando yo esté presente”. La terrible ironía implícita en la respuesta (Kierkegaard llama a la ironía una “comunicación indirecta”) es que lo opuesto también queda implícito: “Y estaré ausente allí donde y cuando esté ausente”. Eso incluye las tres destrucciones del Templo, el holocausto judío y el Gólgota, y también las inagotables atrocidades de la historia, inimputables entonces a la divinidad no omnipresente. Pero el Señor del Antiguo Testamento resulta un caudillo hiperactivo que gobierna de manera personal y directa, es el Rey de Israel, un actor eminentemente político cuya teología y su pueblo elegido son la de un dios en la historia. Si esto es cierto, su ausencia episódica significará una indiferencia cruel para con sus criaturas o hasta una crueldad intencional. Otra curación de ese amargo dios en la historia es la que vendría a representar el Nuevo Testamento, donde no puede encontrarse ningún rastro, como señala Karl Löwith, de una teología de la historia. La narrativa cristiana excluye al Dios Hijo de la coyuntura específica. Solo así puede volverlo admisible.

Las conquistas bienaventuradas. El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto, dijo alguna vez Karl Marx. En cambio, Henri Corbin, insólito estudioso del misticismo islámico, habló de un intermundo ubicado en el punto superior del tiempo y en el grado más bajo de la eternidad. Los sabios sufíes lo llaman Hurqalya, un lugar de paso donde el alma se ve a sí misma y consigo misma, totalmente en paz. Es aquella zona de la conciencia entendida como el yo más profundo o alma interior que no requiere de intermediarios. El Jesús del Evangelio gnóstico de Tomás la anuncia así: “El reino está dentro de ti y fuera de ti”. No vemos ese reino aunque estando en nosotros también se extienda sobre la tierra. Y el renacer no será una repetición del nacimiento físico, como argumenta un hermetista, sino la irrupción en un nuevo plano existencial anteriormente desconocido, e incluso insospechado, pero asequible en potencia. Un cambio radical de interpretación, una esfera inédita de perspectiva, una trascendente ontología de la mutabilidad.

Ese siniestro guardián. Lawrence Durrel escribe que los hombres hemos caído en una trampa donde impera la indiferencia y de nada sirve la bondad. Si alguna vez hubo quien nos cuidara ocupándose de nosotros, interesado en nuestro destino y el del mundo, hoy ha sido reemplazado por alguien “que se regocija en nuestra servidumbre a la materia y a las partes más viles de nuestra naturaleza”. El mundo se ha invertido y el infierno está en la tierra, ese inferus privatio que el Medioevo ilustró.

El Calvario. Cristo morirá en la cruz y clamará a su padre por el abandono al que lo ha sometido: los hombres crucificando al hijo de Dios. Los gnósticos explicarán que todo fue el engaño de un drama cósmico utilizando un doble mediante la magia de una proyección. Jeshúa de Nazaret, tan desamparado como cualquiera, viajará hasta Cachemira donde morirá siendo un anciano muchos años después. La escolástica corregirá los excesos proponiendo tres niveles de comprensión: Dios está en el cielo y desde ahí interviene en el mundo, Dios está y entonces es en todas partes, Dios no está en ninguna parte. El primer nivel es un dogma de fe: hijo de mi padre; el segundo representa una certeza intuitiva: padre de mi padre; el tercero contiene una revelación: padre de mí mismo.

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Fernando Solana Olivares
  • Fernando Solana Olivares
  • (Ciudad de México, 1954). Escritor, editor y periodista. Ha escrito novela, cuento, ensayo literario y narrativo. Concibe el lenguaje como la expresión de la conciencia.
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