La palabra dictadura nació en los años de apogeo de la República Romana. El primer dictador fue “un tal” Julio César. Luego de conquistar las Galias (casi todas, menos el refugio de los valientes Astérix y Obélix -digresión) y universalizar Roma a través del primer Senado representante de todas las provincias (provincia viene de vencido), Julio César fue declarado el primer dictador vitalicio. “El que dice; el que manda”. Tras Julio César, Octavio Augusto aniquiló la República y fundó el Imperio. Ni emperador ni dictador eran conceptos peyorativos en aquellas décadas previas al nacimiento de Jesucristo. Eran entendidas como “líderes” en tiempos de cruentas guerras civiles.
Hoy, 2 mil años después, la dictadura es el Gobierno que controla el poder y el acceso a él de manera absoluta y permanente. El mundo es testigo de múltiples dictaduras. Cuba, Nicaragua, El Salvador, China, Afganistán, Rusia, Bielorrusia, Corea del Norte, Irán, Venezuela, Marruecos, Egipto, las monarquías petroleras árabes. Y múltiples naciones que se encaminan hacia el liberticidio. Turquía, India, Hungría, Georgia, Tailandia, Vietnam. Me olvido de muchas. Sin embargo, en este camino: México está siguiendo los pasos que marca el manual del dictador.
Coopta y recárgate en los militares; controla el Poder Judicial; manipula a la autoridad electoral; restringe la libertad de expresión; ilegitima a la oposición y a los medios críticos; construye una base popular que depende económicamente de ti; secuestra la idea de nación. Y, que no me olvide: cambia las reglas del juego político para no perder el poder. Destruye la escalera democrática que permita la alternancia. El manual seguido paso a paso.
La reforma electoral que cocina Morena no es otra que el viejo Plan A que López Obrador no pudo imponer al carecer de las mayorías necesarias. No pienso aburrir al lector con fórmulas de representación. Ni conceptos grandilocuentes de técnica electoral. Empero, lo relevante: el control de las cámaras a pesar de no tener mayoría popular, eliminando la representación proporcional; eliminar la competitividad electoral al desaparecer los recursos que van a los partidos políticos; controlar al árbitro a través del dinero y la estructura del INE. Si lo viéramos como un partido de futbol, la reforma de Morena defiende que las reglas del partido son definidas por un grupo de porristas del equipo local, ellos mismos van a definir con cuántos jugadores puede jugar el equipo contrario y qué faltas puede o no sancionar el árbitro del partido. El dictado de Morena es que las reglas garanticen que nunca puedan perder el partido. Es lo que los teóricos de la Ciencia Política llaman “autoritarismo competitivo”, aunque de competitivo tiene realmente poco.
La concentración de poder se hace aludiendo a argumentos marcadamente hipócritas. Primero, Morena dice que quiere ahorrar. ¿De verdad? Entonces por qué Morena es el partido político que más dinero ha recibido en el mundo desde 2015. Más de 32 mil millones de pesos han ido a parar a las arcas del partido oficial en una década. En aquel sísmico 2017, Morena se comprometió a donar sus recursos, pero no lo hizo. Hipócritas por lo primer y por lo segundo. La hipocresía no acaba ahí. ¿Quién es el partido de los maletines, los hermanos del presidente recibiendo billetes o la operación carrusel para sacar en cash todo lo que se pueda del banco? Morena apuesta a la amnesia colectiva y, en este caso, tienen razón. La ciudadanía olvida rápidamente la rapacidad de los políticos.
La segunda argumentación es que un sistema antipluralista (que cercena la representación proporcional) representaría mejor al pueblo porque los plurinominales son odiados. Aquí surgen interrogantes básicos a esta premisa: ¿Son mejores representantes los diputados de distrito que aquellos que llegan por lista? ¿Es mejor democracia la gringa que la alemana? No. No hay ningún dato que sostenga esa afirmación. Un diputado de distrito o de lista puede ser igual de bueno o de malo que uno de lista. El objetivo de un Congreso debería ser representar fidedignamente la heterogeneidad del pueblo. Un modelo sin asientos plurinominales podría dar a Morena una mayoría de 65-70% con un 40% del voto.
¿Es esto justo y representativo? ¿Cómo podemos decir que se representa mejor cuando se altera el sentido del voto popular?
Lo peor de todo es que la todavía virtual reforma electoral de Morena se finca en la demagogia más descarada. Como cualquier demagoga obsesionada en el corto plazo, Sheinbaum defenderá posiciones que no son democráticas, que no nos llevan a un sistema más equitativo y competitivo, pero que seducen a una mayoría de los votantes desencantados con el sistema democrático. De acuerdo con Mitofsky, más de 80% quiere quitar el dinero a los partidos; más de 80% -también- quiere reducir el tamaño de cabildos y congresos; 78% quiere que el congreso sea de 300 y no de 500; 2 de cada 3 reducir drásticamente al INE. Lo mismo que hicieron con la devastación institucional en salud, ciencia, universidades, investigación, educación, ahora lo quieren hacer con la política y el acceso al poder. Es lo más peligroso: un Gobierno que se arroga la facultad de alterar las reglas del juego para garantizar que nadie les quite el bastón de mando. También es popular desaparecer el IVA, el Congreso de la Unión y las reglas de tránsito.
La reforma electoral de Sheinbaum es un paso hacia un México sumido en la dictadura de partido único; es un monumento a la hipocresía política, está sustentada en la demagogia absoluta y en premisas falsas. La mala noticia es que no hay mayorías para detenerla. La buena es que en México todavía queda masa crítica que no se resigna a ver morir la democracia.