
El descubrimiento de la segunda tesis plagiada por la incombustible ministra Esquivel, un gran hallazgo de los reporteros Beatriz Guillén y Zedryk Raziel, ha puesto en evidencia las redes de corrupción que operan desde hace décadas en universidades públicas y privadas. Los contubernios de estudiantes holgazanes o ineptos con directores de tesis sobornables, que se hacen de la vista gorda cuando el pasante plagia una tesis completa, o roba ideas y conceptos de otros autores sin darles crédito, sólo pueden ocurrir en una atmósfera de venalidad hipócrita, donde la obtención de títulos es un mero trampolín para llegar a las ligas mayores del poder o los negocios. Quien ha burlado con éxito una meritocracia obtiene una valiosa experiencia sobre el funcionamiento del hampa institucional que más tarde le servirá para abrirse camino en ella. Los plagios de la ministra quizá sean la punta de un iceberg mucho mayor, pues una buena cantidad de vivales que no están bajo la lupa ciudadana pudieron haber tomado ese atajo al relumbrón académico.
La sociedad entera se envilece cada vez que la corrupción pervierte los valores éticos universitarios y por desgracia, en México han estado siempre bastante maltrechos. La ministra no profanó un castillo de la pureza: cuando cursó la licenciatura en los años 80 la venta de tesis ya era un negocio boyante. Los conocimientos adquiridos en buena lid tampoco garantizan la calidad moral de ningún académico: los pillos suelen utilizarlos para encontrar fisuras en una legalidad precaria. Infinidad de profesionistas con títulos legítimos han contribuido a convertir a México en la meca universal de la transa y la corruptela. Baste recordar el sexenio de Miguel Alemán, cuando una flamante camada de licenciados y economistas reemplazó a los generales enriquecidos por la revolución, un relevo que inauguraría una gran época de probidad administrativa, según la propaganda oficial de entonces. Más duchos que los generales para medrar a costa del erario, aquellos “cachorros de la revolución” iniciaron la era del saqueo a gran escala que prevalece hasta hoy.
Supuestamente, las universidades católicas se distinguen de las laicas por sus rígidos preceptos morales. La universidad Panamericana, donde Peña Nieto obtuvo su tesis de licenciado plagiando a una larga lista de autores, y la Anáhuac, donde Yasmín Esquivel se doctoró con un fusil de mayor alcance, pertenecen respectivamente a dos órdenes religiosas de ultraderecha: el Opus Dei y los Legionarios de Cristo. Ninguna de las dos instituciones se atrevió a invalidar esos títulos, pese al desprestigio que les puede acarrear su complicidad con el falso licenciado y la doctora de pacotilla. Tanto Peña como la ministra escalaron puestos en la arena política y en la judicatura gracias al empujón que les dieron sus sinodales, pero la Panamericana y la Anáhuac invocan como pretexto para no sancionar a sus ex alumnos el apego a reglamentos internos que garantizan la impunidad de cualquier estafador. Ni una palabra sobre la urgencia de reformar esos estatutos: indulgencia plenaria para los parásitos del intelecto ajeno. Su encubrimiento pasivo podría funcionar como un gancho de mercadotecnia para atraer alumnos con la promesa de regalar grados académicos.
Con una excusa similar, la UNAM tampoco ha revocado el título de licenciatura de Esquivel, como muchos esperábamos cuando Guillermo Sheridan dio a conocer el plagio íntegro de su tesis. El eufemístico y timorato boletín de enero, donde la FES Aragón reconocía que la tesis de la ministra es “copia sustancial” de otra publicada el año anterior, acompañado por una carta del rector declarando que la institución estaba legalmente impedida para anular su título, fue un fallido intento por quedar bien con dios y con el diablo, que buscaba, tal vez, aplacar la indignación de la comunidad universitaria y al mismo tiempo, eludir una confrontación directa con López Obrador. No logró ninguna de las dos cosas: la comunidad universitaria abucheó al rector y el presidente lo acusó de tirar la piedra y esconder la mano. Ahora el caso está en manos del Comité Universitario de Ética, pero la envalentonada ministra ya logró amordazar a la UNAM para que no pueda emitir el dictamen. Varios juristas importantes que han estudiado el tema afirman que la universidad sí podría invalidar ese título mal habido. El nombramiento de Hugo Concha Cantú como nuevo abogado general de la UNAM reaviva la esperanza de que tarde o temprano se imponga la justicia académica. Si la ministra gana esta batalla, el prestigio y la credibilidad de la institución quedarán por los suelos. La falta de ética es una plaga en muchas universidades del país. Ya es tiempo de que la UNAM decida si está dentro o fuera de esa maquinaria corrupta.
Enrique Serna