
Algunos antropólogos marxistas creen todavía que las raíces de un género musical son un título de nobleza que lo exime de cualquier crítica. Muchas tesis universitarias esgrimen ese argumento para ensalzar el narcocorrido, sin tomar en cuenta que el gusto popular puede corromperse o envilecerse, como por desgracia ha ocurrido en México, donde su proceso degenerativo ya tocó fondo. Hace medio siglo, la canción más famosa de los Tigres del Norte, el tragicómico romance de Emilio Varela y Camelia la Texana, enriqueció por méritos propios nuestra lírica popular y le aportó un sabroso encanto canalla. El narcotráfico era entonces una actividad más o menos clandestina, de la que se sabía muy poco fuera de los bajos fondos, y los compositores recogían leyendas que corrían de boca en boca, sin tomar partido por los rufianes. Había, pues, una cierta autonomía creativa, que aprovechaba la aureola mítica de los bandidos populares, pero no los adulaba con fines de lucro.
A partir del siglo XXI, cuando el crimen organizado, dueño ya de provincias enteras, empieza a ganar un creciente protagonismo en la vida pública, la crónica musical de sus hazañas adquiere un sesgo propagandístico, pues ahora los capos encargan loas a sus músicos de cabecera, y por supuesto, constriñen la libertad del compositor. Hace quince años comenzaron a proliferar grupos de ese tipo, bajo el rubro de Movimiento Alterado. Desde entonces se ha vuelto costumbre que los cantantes adopten alegremente el papel de sicarios. Ningún artista con un mínimo de talento puede aceptar ese inmundo papel, pero la escoria del mundillo musical nunca le hace el feo a un grueso fajo de dólares. Su vileza arrastró por el fango la calidad artesanal de un género que ahora se solaza en propagar el terror.
El narcocorrido de la actualidad, llámese bélico o tumbado, busca encandilar a los pobres ninis de las barriadas con el espectáculo de la opulencia obtenida mediante la extorsión, el secuestro o el asesinato. Cualquier fórmula de mercadotecnia repetida hasta la náusea se vuelve tóxica, más aún cuando promete el paraíso a costa del dolor ajeno. Al parecer, los admiradores adolescentes de Peso Pluma, Luis R. Conríquez, Víctor Valverde, Natanael Cano, Tito Double P, Esaú Ortiz y otras luminarias de la misma ralea creen que las orgías con ríos de champaña y morras de ensueño están a su alcance si empuñan las armas dentro de algún cártel. Y aunque muy pocos se atrevan a dar ese paso, su credulidad ya está cobrando visos de patología colectiva. Vilipendiado en las radiodifusoras y en las plataformas de internet, el ideal de prosperar por medio del trabajo fecundo y creador tendrá que hacer esfuerzos heroicos para no dejarse arrastrar al despeñadero. Con la educación cívica reducida a escombros, las baladas religiosas que ahora proliferan en el cuadrante radiofónico son quizás el último valladar cultural contra el irresistible atractivo de la maña opulenta, pero me temo que la juventud prefiere los licores fuertes al agua bendita.
Las ínfulas del hampa engreída y empoderada no deberían sorprender a nadie, pues el sexenio pasado, el Presidente de la República la legitimó sin cesar desde su púlpito mañanero. Sedienta de prestigio y reconocimiento, la barredora musical reclama a gritos la admiración que todavía le niegan los pacifistas muertos de pánico. Natanael Cano no sólo se ufana de su amistad con los capos, sino de recibir cargamentos de metralletas: “Las armas exportadas me las mandan en paquetes, llegan de Rusia a Jalisco, por línea directa el flete”. En “Triple lavada”, una canción con 51 millones de escuchas en YouTube, el rollizo Esaú Ortiz se ufana de imponer el terror cuando sale a patrullar las calles en su narcotroca: “Si me ven festejando es porque ya vendí la merca, y ando bien pinche loco, compa, tráiganme una huerca. No pierdo una batalla, siempre se las remonto. Si me tiran a la mala, siempre se mueren pronto”. El corrido bélico promete una vida de aventuras al filo de la navaja, un gancho publicitario tan fuerte como la promesa de hacerse rico en un santiamén. Esta épica degradada omite mencionar, por supuesto, que el enemigo a vencer es muchas veces una persona indefensa, como la pobre maestra Irma Hernández, torturada hasta morir por un grupo de sicarios con pasamontañas. Pergeñadas por psicópatas disléxicos, las nauseabundas letras de estos himnos a la rapiña renuncian de entrada a la rima, a la métrica y a la sintaxis. Pero más ilustrativas que las letras son las imágenes de los videoclips: autos deportivos, armas largas, fiestas en antros de postín con modelos de lujo, narcojuniors con ropa de marca, Rolex de oro, lentes Gucci: un estilo de vida que ha dejado huella en las altas esferas de la política, donde los nuevos ricos de Morena ya lo están imitando.