El reloj despertador suena a las cuatro y media de la madrugada en la periferia, digamos, de alguna de las grandes ciudades de este país o, para ilustrar mejor las penurias de tanta y tenta gente, pongamos que en Ecatepec, una de las aglomeraciones, en la comarca mexiquense, que circundan la gran capital de los mexicas contemporáneos.
Trabajosamente, porque no ha disfrutado de un buen reposo ni mucho menos, la persona se levanta, no se ducha porque lo hizo la víspera al volver de sus labores, se pone la indumentaria, mete en un pequeño bolso las cosas que ha también preparado desde el día anterior y sale de su casa sigilosamente para no perturbar el sueño de la prole.
Comienza ahí apenas la odisea diaria: camina unas manzanas para llegar a la parada del microbús, se forma en una fila para esperar su llegada, sube finalmente a un destartalado vehículo rebosante de otros pasajeros, llega, luego de un buen trecho, a una estación del metro donde las colas son aún mayores, aguarda en el andén la llegada del tren, su mete trabajosamente en el vagón, a empellones con los demás, viaja de pie en el exiguo espacio que queda en el atiborrado carro, desciende finalmente tras recorrer incontables estaciones y se dirige de nuevo a otra parada, esta vez de un transporte mucho más amable, el famoso Metrobús que, con todo y la modernidad de sus vehículos, no deja de ser incómodo a esas horas de la mañana por la cantidad de personas que se desplazan.
Más tarde, habiendo realizado otra caminata, llega por fin al lugar de su jale. No son todavía las ocho de la mañana pero nuestro personaje lleva ya sobre sus hombros un viaje de más de dos horas para poder presentarse meramente en su trabajo que, imaginémoslo, puede ser de mesero, de ayudante de cocina (pinche de cocina, se dice en la Península, una labor que este escribidor desempeñó, en tierras muy lejanas, en sus tiempos de pobreza), cargador, enfermero, cajero de un supermercado, dependiente en una farmacia de medicamentos similares o lo que ustedes quieran y manden, amables lectores.
No nos detengamos en las durezas de la propia faena —el jefecillo tiránico y altanero, el compañero abusivo, la carga misma del oficio o la pesadez de los clientes— sino que recorramos las manecillas del reloj hasta la hora de salida que pudiere ser, si se aplica el orden del universo, las cinco de la tarde, considerando los 60 minutos que se otorgan para deglutir los sagrados alimentos o, desafiando la disposición universal de las cosas y extendiendo el almanaque a la realidad mexicana, las siete o las ocho de la noche.
Cumplidos entonces los deberes laborales y satisfechos los señores patrones con el sacrificio personal del colaborador (así se dice, aunque no es “colaboración” sino simple observancia del deber), hay que emprender el viaje de vuelta al dulce hogar: otras dos horas y media.
Una pregunta: ¿hay algún espacio, ahí, para saber, para enterarse de lo que está realmente ocurriendo en México?