
En El mentiroso, una vieja comedia de Jim Carrey, la franqueza absoluta de un abogado incapaz de mentir durante 24 horas desencadena jocosos enredos que delatan entre burlas y veras la necesidad social de la hipocresía. En efecto, nadie puede ser sincero a ultranza, porque ir por la vida soltando netas corrosivas puede llevarnos al panteón, al ostracismo o al manicomio. Es preciso mentir un poco, incluso a los íntimos, para no convertir la convivencia diaria en un áspero psicodrama. Pero ¿qué sucede cuando el miedo a desentonar invade los recovecos más hondos de la conciencia en un orden social donde la verdad queda proscrita del todo? ¿Cómo repercute en la intimidad el absolutismo de la mentira?
Acabo de leer una novela con ese tema: Los indiferentes de Alberto Moravia, que podríamos considerar la antítesis de El mentiroso. Publicada en 1929, fue la ópera prima de su autor, y cuando apareció, el sórdido realismo con el que está retratada la esclerosis moral de una familia pequeñoburguesa suscitó un gran escándalo en Italia y en toda Europa. Moravia narra la claudicación paulatina de dos personajes, Leo y Carlota, los jóvenes hijos de María Engracia, una ricachona venida a menos, resentida por las infidelidades de Miguel, su amante, un canalla que intenta despojarla de la casona familiar tras haberle prestado fuertes cantidades. Por un capricho perverso, Miguel emprende la seducción de Carlota, que lo considera un fatuo patán, y sin embargo acepta resignadamente su asedio para evitar la ruina familiar. Leo, el rebelde de la casa, detesta a Miguel y en varias escenas está a punto de echarlo a patadas, pero ni él ni Carlota se atreven jamás a obedecer sus impulsos. “Daría todas las riquezas del mundo por un poco de odio sincero”, piensa Leo en un momento de pesadumbre. Pero esa catarsis nunca llega, porque una fuerte dosis de indiferencia amortigua su indignación. La consigna de no hacer olas garantiza la persistencia del statu quo. La tragedia familiar consiste, pues, en la imposibilidad de un desenlace trágico.
No es una casualidad que Los indiferentes se haya publicado en el apogeo del fascismo, cuando el liderazgo de Mussolini arrollaba ya cualquier foco de resistencia cívica. Moravia le tomó el pulso a una sociedad que se dejaba arrastrar al despeñadero de la sumisión patológica, por falta de valor civil para alzar la voz en los parteaguas existenciales que regeneran el amor propio o lo matan para siempre. La dictadura del fingimiento predominaba con tal fuerza en la Italia de los años 20 que Moravia la exhibió desde sus entrañas sin mencionar siquiera el trasfondo político de la trama. Se supone que el fogoso carácter latino es incompatible con las medias verdades, pero en esta novela, el imperativo de esconderse pesa más que el hervor de la sangre.
La salud mental y cívica de un pueblo quizá dependa en buena medida de su disposición a escuchar y decir verdades. De aquí se desprende una conclusión alarmante para México, un país discreto hasta la ignominia, donde tendemos a confundir la sinceridad con la majadería. Mentimos para defendernos, pero ese hábito ancestral distorsiona el lenguaje, fomenta la mediocridad, marchita el alma y deshonra por igual a todos los actores de la comedia. En el mundillo literario, donde la opinión de otros colegas determina la obtención de prebendas y canonjías, los aspirantes a conseguirlas deben reprimir a toda costa sus arrebatos de sinceridad, en especial cuando se trata de juzgar la obra de otros colegas. Algunos porfían con tal empeño en el disimulo que tal vez no hayan expectorado una sola verdad comprometedora desde hace 40 años. Decir en todo momento lo que la gente quiere escuchar, sin herir jamás a ningún interlocutor, allana el camino para cosechar premios y honores, pero al mismo tiempo devalúa esas coronas de hojalata.
Cuando Manuel Puig vivió en México, a principios de los 70, se dio un frentazo contra la doblez de nuestro mundillo literario y cinematográfico. “México me resultó mortal —escribió en una carta a Cabrera Infante—. La última parte del 75 fue siniestra porque me fui dando cuenta de todas las mafias existentes y de su decisión firme de cerrarme las puertas. Es la gente más mentirosa del mundo. Como sonríen y nunca dan la cara, te das cuenta de tu caída cuando ya estás en el suelo” (véase la biografía de Suzanne Jill-Levine Manuel Puig y la mujer araña). No creo que hayamos mejorado mucho desde entonces. Sólo en la juventud soltamos verdades a quemarropa y a veces los boquiflojos pagamos toda la vida esa trasgresión. Como sucede con muchas taras genéticas, la mascarada empeora con los años. Madurar significa asimilar la mordaza, convertida ya en atributo del carácter. A esto se debe, quizá, que la nostalgia de la juventud sea entre nosotros una nostalgia de la verdad.