En los años 60, el transporte público era tan seguro que los niños viajábamos en los camiones de línea sin la compañía de personas mayores, con la certeza de volver ilesos a casa. La remota amenaza de los robachicos inquietaba poco a nuestros padres, que nos daban completa libertad para salir solos. Descubrir a temprana edad el variopinto hervidero de la sociedad mexicana era una experiencia educativa de primer orden. Años después, cuando las catástrofes financieras de 1976, 1982 y 1994 (tres golpes arteros al poder adquisitivo del salario) cancelaron las posibilidades de mejoría económica para millones de pobres, la exacerbación del rencor social empedró el camino hacia el caos delictivo de nuestros días. Parafraseando a Zavalita, el protagonista de Conversación en la catedral, la vida en México se jodió cuando la psicosis de inseguridad vedó la libre circulación de los niños, que ahora no van solos ni a la esquina.

Desde los ocho o nueve años yo tomaba, sobre todo, los camiones de la línea Insurgentes-Bellas Artes, que en las horas pico venían llenos, con estudiantes viajando de mosca. Un viernes por la tarde, de vuelta a casa después de visitar a un amigo que vivía en la colonia Roma, me tocó ir sentado en una banca lateral, junto a un viejito adormilado. No lo había vencido la fatiga, sino la borrachera. Reconocí de inmediato el olor de su aliento, pues lo había olfateado muchas veces al pasar por la pulquería El Brindis de los Monos, en el antiguo pueblo de Actipan. El hedor que despedía mi compañero de viaje era idéntico al de esa covacha alfombrada con aserrín. Había empinado el codo desde temprano, pues apenas eran las cinco de la tarde.
En la glorieta de Chilpancingo el camión se llenó hasta los topes, de modo que debí elegir entre seguir sentado con mi apestoso compañero de banca, o apachurrado entre los pasajeros que iban de pie. Elegí, por desgracia, la primera opción, que resultó un suplicio, pues después de varios cabeceos, el borrachín reclinó la cabeza en mi hombro. El crescendo de sus ronquidos indicaba que al fin había conciliado un sueño profundo gracias a la almohada que yo le proporcioné. Giré el cuello para evitar su pestífero aliento, pero el dulzón y pútrido aroma del aguamiel se me colaba hasta los pulmones. “No hay perros muertos ni bomba que así huela, como el aliento de un borracho con pulque”, dijo el historiador de la conquista Antonio López de Gómara, que nunca vino a México, pero tuvo como informante a Hernán Cortés. No hay castigo más cruel, añadiría yo, que obligar a un niño a aspirar ese aliento por tiempo prolongado. Bendita sea la cerveza, que a partir del siglo XX desplazó al pulque como bebida favorita del pueblo. Millones de esposas obligadas a dormir con bultos hediondos agradecieron, sin duda, el entierro de esa tradición.
El viejo me obligaba a beberle los alientos y ninguno de los mayores que me
rodeaba intervino para meterlo en orden. Por una mezcla de timidez y respeto a sus canas no me atreví a darle un codazo, de modo que aguanté vara con estoicismo, esperando sin mucha fe que despertara de un momento a otro. El camión avanzaba con lentitud por el pesado tráfico de Insurgentes y en esas condiciones el trayecto se me hizo eterno. Habrá durado media hora, pero fue la media hora más larga de mi vida. Adulteraba mi percepción del tiempo un raro mareo que hasta entonces nunca sentí. No era un dulce sopor, sino un letargo mórbido, como si me hubieran dado un garrotazo en la cabeza. Sólo me faltaba ver estrellas, como en las caricaturas de Tom y Jerry. La realidad adquirió una textura viscosa y los pasajeros que iban de pie frente a mí parecían flotar en una nube de gas.
Debía expulsar de mi entendimiento los vapores etílicos, pero ¿cómo hacerlo sin morir de asfixia?
Es un milagro que a pesar del mareo haya estado pendiente de mi parada. Al levantarme para bajar en la esquina de Parroquia, la cabeza del viejo perdió su punto de apoyo. Abrió los ojos con una mueca de perplejidad, sin saber dónde estaba, antes de recaer en su sueño de piedra. Lo deben de haber bajado a la fuerza cuando el autobús llegó a la terminal. Yo vivía a seis cuadras, en Patricio Sanz, y aunque traté de acelerar el paso, las piernas no me respondían. Tuve que respirar hondo y caminar despacio, apoyado a veces en los postes de luz. Llegado a casa, después de saludar a mi madre, me desplomé en la cama y dormí una siesta larga. Cuando desperté, atarantado y sediento, mi madre tuvo que darme un Mejoral. Años después, cuando ya comenzaba a beber en fiestas de adolescentes, comprendí que en ese camión me emborraché por vía respiratoria. El nombre de la pulquería por donde me daba miedo pasar encerraba una profecía, pues aquella tarde dormí también mi primera mona. Desde entonces le tengo aversión al pulque… y a la retórica patriotera que lo idealiza.