Desde hace décadas ha ido en aumento la aceptación social del crimen organizado y en este sexenio llegó a su clímax gracias a un poderoso propagandista: el presidente de la República. Si el narco es pueblo, como dijo al principio del sexenio, y el pueblo encarna todas las virtudes ciudadanas, como repite a diario, ningún seguidor de la 4T moverá un dedo para contravenir ese dogma, hasta que algún sicario virtuoso y heroico le ponga una pistola en la sien, como ya le sucedió a los familiares de Ricardo Monreal. Los corifeos musicales del crimen organizado han impuesto ya su escala de valores en la conciencia colectiva, como lo demuestra el gran éxito de Peso Pluma, un publicista del cártel de Sinaloa que en las letras y en los videos de sus corridos tumbados adula sin recato a los narcojuniors (carrazos, champaña, joyas, fiestas de ensueño, suculentas morritas). Millones de ninis esperan con ansias la oportunidad de colarse a esa orgía, sin que ninguna autoridad emprenda una cruzada cultural o educativa para disuadirlos.
Existe, sí, una regañona y tupida campaña contra las adicciones, que seguramente ha incrementado el consumo de drogas duras, pues ni aquí ni en China los sermones han servido nunca para apartar a la gente del vicio. Cada vez que el presidente, con motivo de alguna matanza, transfiere a los consumidores de drogas la responsabilidad por la expansión del crimen organizado, contribuye a exonerar a los asesinos. Su necia perorata conservadora omite señalar que la extorsión de comerciantes, agricultores, transportistas y pequeños empresarios es ya el principal negocio de algunos ejércitos criminales. Los pobres son las principales víctimas del hampa, no los empresarios que contratan seguridad privada. Pero si el presidente admitiera esas realidades tendría que condenar a quienes desea proteger.

Formado en el jurásico PRI de los años 70, López Obrador comparte las fobias puritanas de Luis Echeverría contra los chavos de onda que horrorizaron a la momiza fumando mota en el Festival de Avándaro, pero la fuente ideológica de su indulgencia con el hampa es el credo marxista. Como apunta la abogada y narradora chilena Carolina Pardo, “para Marx el delincuente no constituye un ser libre, ni el delito el resultado de la libre voluntad. En el mundo capitalista el delito no es sino la manifestación aislada del individuo en pugna con las condiciones de opresión y, en consecuencia, la imposición de una pena convierte sin remedio al delincuente en un esclavo de la justicia, una justicia de clase” (véase en la red “Dos concepciones del castigo en torno a Marx”).
Víctima de un orden social injusto, el delincuente sería, desde esta perspectiva, un rebelde egoísta que ha errado el camino, pero puede enmendarlo sumándose a las fuerzas revolucionarias (o en la actualidad, aportando donaciones a Morena). La figura de Pancho Villa, que transitó del abigeato a la lucha armada contra el porfirismo, seduce por ello a Taibo, Salmerón y otros apologistas de la insurgencia armada. Consideran un pecado venial que Villa haya ordenado el asesinato de ochenta mujeres en la estación ferroviaria de Camargo, Chihuahua, el 12 de diciembre de 1916, porque la esposa de un prisionero carrranclán lo exasperó implorando clemencia para su marido. Bagatelas como ésa no empañan, a su juicio, la estatura moral del prócer.
En su defensa de los criminales justicieros, algunos incondicionales del presidente han transitado del marxismo dogmático al franco cinismo. Es el caso de Epigmenio Ibarra, productor de la teleserie El señor de los cielos, la apología más ramplona del narco producida en Latinoamérica. Galán, mujeriego, despiadado con sus rivales, pero eso sí, generoso con los humildes, el Amado Carrillo retratado en la serie despierta, sin duda, un ansia de emulación entre el público masivo que Ibarra embrutece a mansalva. El gobierno, al parecer, considera una prioridad cultural que el doctor Goebbels de la 4T produzca estas inmundicias, pues le ha otorgado préstamos blandos y condonaciones de impuestos que ningún cineasta de valía obtuvo en este sexenio.
Ibarra ha lucrado con la defensa del hampa, pero el presidente no tolera que un sector de la opinión pública le impute la misma conducta. Lleva dos semanas insultando al periodista Tim Golden por el reportaje sobre la supuesta ayuda financiera que el narco Beltrán Leyva le brindó en la campaña electoral de 2006. Como él mismo despertó esas sospechas prodigando muestras de afecto al crimen organizado, su defensa ha consistido en asegurar que, a diferencia de los ambiciosos vulgares, él no es cómplice del narco ni lo trata con algodones por un vil interés. ¿Por qué ha establecido entonces lazos fraternos con los matones? ¿Siente por ellos amor del bueno?