Fue por los escritos de Arnoldo Kraus, a quien desde que conocí hará más de 15 años se convirtió en un amigo entrañable, que supe que la palabra “difunto” significa etimológicamente “el que ya cumplió”. Ahora que muy lamentablemente ha fallecido, he repasado con mucha tristeza —pero también con alegría y agradecimiento por tantos momentos, charlas, lecturas compartidas— precisamente todo lo que ha significado Arnoldo para tanta gente que lo quiso, así como para miles más que leyeron sus libros y artículos, que escucharon sus conferencias o presentaciones, y sobra decir que cumplió con creces y que su paso por el mundo deja un impacto y una huella profundos.
Sin embargo, la oleada de recuerdos que llegan como flashazos, donde lo veo y lo oigo en mi cabeza hablándome para expresar su rabia ante tal o cual asunto público, para compartir algún proyecto de escritura que cual niño chiquito a cada vuelta le entusiasmaba como si fuera la primera vez que fuera a escribir y publicar un libro, o donde también lo escucho desesperado porque, como buen torbellino intelectual que era, algún proyecto no avanzaba con la celeridad que a él le gustaría, y su mente y alma —que siempre iban a mil por hora— ansiaban ya ver materializado el libro o proyecto en cuestión, para de inmediato dar paso al siguiente y luego a otro más. Esa oleada de recuerdos me remite más bien a la palabra “singular”, y al buscar su etimología encuentro que proviene del latín singulāris, que significa “único de su especie” o “relativo a uno”.
Y entonces entiendo que Arnoldo no sólo cumplió, sino cumplió singularmente, pues era absolutamente el único de su especie y sus atributos sólo podían ser relativos a él. Pues a la par del legado intelectual, donde deja reflexiones sobre los más urgentes temas de bioética de nuestros tiempos, donde como médico/filósofo/escritor reflexionó y puso siempre por delante de todo la consideración por el dolor y sufrimiento del paciente y el humano, por la importancia de poder vivir (y morir) con dignidad, incluido el derecho a decidir cuando las personas consideraran que la vida ya no era precisamente digna de ser vivida. A la par de ese legado intelectual deja un impresionante registro médico y de calidad humana, pues me atrevo a decir que todos quienes tuvieron la fortuna de conocerlo tendrían alguna anécdota donde Arnoldo ayudó altruistamente y en muchas ocasiones sin pedir nada a cambio, con consultas, estudios, referencias médicas y demás a quienes lo necesitaban y quizá no estaban en condiciones de incurrir en los exorbitantes costos de la industria de la medicina contemporánea. Y no era únicamente el gesto altruista, sino una preocupación genuina que lo llevaba a dar seguimiento a los casos con correos, llamadas, llamadas a otros colegas o lo que fuera necesario para cumplir con una de sus muchas misiones en la vida: la de sanar a los demás, pero sanarlos escuchando y dimensionando sus singularidades, pues trataba con personas y no con pacientes genéricos ni anónimos. De verdad que las cátedras de empatía y generosidad que impartía de continuo Arnoldo son prácticamente inencontrables, y más en los utilitarios, voraces y egoístas tiempos que corren en la actualidad.
Y la ironía de escribir un obituario de un amigo tan querido es que de alguna forma y durante muchos años él mismo nos preparó para aceptar la muerte y, en ese sentido, para lidiar ahora con sabiduría, resignación y quizá un poco de estoicismo con su propia partida. Adiós, muy querido Arnold, espero que en donde estés sigas disfrutando y exprimiendo tan a tope cada cosa y cada instante, como nos consta a tantas personas que hiciste en tu inigualable paso por aquí.