La tarde de un martes cualquiera, las balas interrumpieron la programación. Un niño de ocho años cayó muerto con tres disparos frente a otra niña que salió ilesa. Ambos veían la televisión cuando un hombre abrió fuego contra el departamento y escapó con su cómplice.
Un niño, que como muchos, aprovechó las vacaciones para pasar unos días de visita con familia.
Una deuda ajena, dicen, de 5 mil pesos, dejó a unos padres sin su hijo y a una niña la hizo testigo de un asesinato. Quedó una familia rota.
La ira movilizó a la gente. En la esquina de esa calle del fraccionamiento Villa Fontana Aqua, en Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco, encontraron la motocicleta del tirador y la incendiaron. No tardó en arder tan intensamente como el dolor y la rabia que se enciende ante la pérdida de un inocente.
Dos días después, las autoridades anuncian la detención de uno de ellos, y la búsqueda de su cómplice. Un rápido avance en el camino a la justicia para apagar el fuego de la indignación. Y después de cerrar la carpeta, una de tantas por homicidios, a darle vuelta a la página. Aquí nada pasó.
Se limpia la sangre de la sala, se barren los cristales rotos, se borra la huella del fuego en el asfalto, se quita la cinta amarilla.
Se elimina todo rastro de la escena del crimen. Pero un hecho como este deja una herida profunda, imposible de sanar: en la familia que sentirá todos los días esa ausencia; en la comunidad que vivirá con el miedo de tiroteos a un lado de su casa; en la sociedad que percibe las balaceras como ruido ambiental y los asesinatos de niños como noticias pasajeras.
Esa normalización de la violencia que se siente tan lejana hasta que nos toca a la ventana. Entonces enciende, indigna y duele. Y ahí entendemos que la tarde de un martes cualquiera, viendo la televisión, puede terminar en tragedia.
