Ni muerta se salva del juicio. Para la opinión pública bastan como prueba de culpabilidad tener cabello rubio, cuerpo curvilíneo y ropa de marca. Lavan las manos del feminicida.
Las mujeres atraídas por la vida ostentosa que ofrece el crimen organizado también son víctimas de feminicidio, y se pierde esa perspectiva entre las bolsas Louis Vuitton, los viajes y el maquillaje nude. Se convierten en muñecas desechables que los hombres “tunean” para ser usadas, deshumanizadas y cosificadas como un accesorio del poder. Después, cansados del mismo modelo, las descartan como un iPhone más.
Cuando la ropa Versace queda ensangrentada y el cuello luce moretes en vez de joyas, los dedos apuntan hacia ella. A nadie más. Queda exhibida como una mujer que vendió su vida a cambio de lujos, una incrédula que firmó su destino al aceptar esa tarjeta de crédito ilimitada.
Una visión corta para un panorama tan amplio y complejo. Un juicio inmediato con tan solo ver una fotografía de Instagram. Deciden ignorar el sistema de machismo, materialismo y narcocultura del que también son parte.
Ellas no tendrían miles de seguidores en redes sociales sin usuarios hambrientos de contenido superfluo para admirar o criticar. Quienes hoy las señalan de “novias trofeo” son los mismos que ayer deseaban tener una. Los mismos que compran un teléfono celular de alta gama a meses sin intereses por cuatro años para sentirse parte de un grupo social que lo rechaza.
Ellas son y fueron por lo que somos todos: una sociedad sumida en el consumismo, la violencia y el cinismo, que se lava las manos cuando la suciedad queda al descubierto y apunta a la víctima que yace en el suelo incapaz de defenderse.
Ellas, virales ahora por la nota roja, quedan marcadas por el estigma y su nombre manchado; juzgadas y desechadas por el mismo entorno que las creó. Y ellos, los agresores, se quedan con las manos limpias, enjabonadas y secadas por una sociedad patriarcal y sin vergüenza que se resiste a mirarse a sí misma.