Claudia Sheinbaum Pardo se convertirá en la primera presidenta de México. Un país enraizado en el machismo finalmente eligió a una mujer para llevar las riendas durante los próximos seis años. Pero la morenista no sólo tendrá la tarea titánica de manejar la nación, sino también de demostrar que, siendo mujer, es capaz de hacerlo.
Ser la primera en un puesto de liderazgo no es cosa fácil. Es ser constantemente cuestionada sobre su integridad y capacidad; es tener que demostrar, todos los días, sus conocimientos y habilidades para desempeñar el trabajo; es estar bajo la lupa de quienes buscan fallas para relacionarlas con su género. Si esto se vive en el ambiente laboral común, la vigilancia se extrapola cuando se trata de la Presidencia.
Sheinbaum no solamente será puesta a prueba por los detractores misóginos, sino también políticos, que ven en ella la continuidad de un proyecto que rechazan, y por activistas que la han señalado por la represión de su gobierno a las manifestantes feministas en la Ciudad de México durante las marchas del 8 de Marzo.
La exigencia de resultados a Sheinbaum también será más grande por las expectativas y condiciones con las que asumirá el poder. Ha sido la candidata más votada en los últimos años, superando incluso a Andrés Manuel López Obrador; y tendrá el respaldo de la mayoría en las cámaras de diputados y senadores, sin pretextos para no avanzar en las agendas en beneficio del país.
Esta elección es histórica, porque marca un cambio en la idiosincrasia mexicana y en las posibilidades de las mujeres para ocupar posiciones de dirección.
Este domingo, se rompió el techo de cristal que durante décadas otras mujeres fueron agrietando.
“No llego sola, llegamos todas”, dijo en su discurso de triunfo, y tiene razón. Que esté en el Palacio Nacional, abre la puerta a todas las que ya están construyendo su camino en la política y a las que vendrán detrás de ella, y ahora tiene la responsabilidad y la presión de ser la primera de muchas más.
