Mario intentó secuestrar un avión para aterrizar en Estados Unidos. Eso es un delito. El terror que vivieron los pasajeros y la tripulación del vuelo 3041 de Volaris no puede ni debe ser ignorado, pero tampoco el miedo y la desesperación que llevó al hombre de 31 años de edad a cometer un acto de esa magnitud.
De ser un trabajador en la pizca de fresa en el país vecino, en segundos pasó a ser un criminal acusado de amenazas y ataques a las vías de comunicación por el gobierno federal, al que hoy su familia le implora ayuda.
Ese día marca un antes y un después en la vida de la familia guanajuatense, que tenía la intención de llegar a Tijuana para solicitar asilo. Una llamada fue suficiente para que ese plan quedara descartado.
La esposa de Mario, según cuenta su padre, había sido secuestrada días antes en Pénjamo, de donde son originarios; una vez que pagó su rescate, decidió irse con ella y sus dos hijos a la ciudad fronteriza para tratar de protegerlos de la delincuencia organizada, pero en el trayecto recibió otra amenaza de sus verdugos. Llegar a Baja California ya no era una opción. Denunciar fue inútil. Quedarse en su tierra era una sentencia. ¿Qué hacer?
El estrés y el miedo se conjugaron, tomó una pluma, amenazó a una aeromoza para exigir a los pilotos que llegaran hasta Estados Unidos; un pasajero lo tranquilizó y otros ayudaron a someterlo hasta ser detenido por la Guardia Nacional, que también lo acusa de provocar un accidente que hoy lo mantiene hospitalizado con heridas de gravedad… aunque “milagrosamente” ningún otro elemento de la unidad resultó lesionado.
Mario actuó impulsivamente, envuelto en una crisis nerviosa y desesperación, incapaz de enfrentarse al monstruo en el que se ha convertido la delincuencia organizada, alimentada por la corrupción y la impunidad, que sigue creciendo.
La violencia en la que está sumida el país ha afectado a la salud mental colectiva. Una sociedad que ya no se inmuta ante enfrentamientos, secuestros, desapariciones, extorsiones, bloqueos, que vive en alerta constante ante la cercanía y frecuencia de estos episodios de terror.
No se justifica el acto, pero cuando ya no se tiene a dónde acudir, con autoridades omisas o rebasadas; sin recursos ni contactos, y el peligro latente de que un ser querido sea el siguiente en la nota roja, el ¿qué hacer? y ¿cómo actuar? resulta muy opaco.