En Sinaloa se vive un día a la vez. Desde hace ocho meses ningún plan es seguro, ni siquiera ir a la escuela o regresar del trabajo. La temporada de tiroteos no tiene para cuando terminar.
Lo que parecía solo un día nublado, resultó un huracán que no ha terminado.
El sonido de las armas de fuego y los helicópteros forma parte del ambiente sinaloense.
En la sobremesa se habla de los enfrentamientos como del clima. “Hoy es día soleado, pero hace dos hubo tormenta de balas”.
Antes de salir, hay que checar el “estado del tiempo”, tomar las precauciones posibles y esperar no ser sorprendido por una ráfaga de plomo.
Si las condiciones no son favorables, buscar resguardo y actuar conforme a lo aprendido en simulacros en caso de enfrentamientos, al suelo y la cabeza cubierta. Ya hasta un niño de cinco años lo sabe.
Y así, como pasa después de un ciclón, todos los reflectores enfocaron a Sinaloa, y con el tiempo comenzaron a apagarse, dejando a la deriva a quienes se quedan en el desastre.
Los vehículos quemados en las carreteras, las calles militarizadas y los muertos en la vía pública se volvieron tan habituales que poco a poco perdieron la jerarquía en los medios de comunicación y la atención en las redes sociales.
El desastre causado por este fenómeno criminal ha dejado pérdidas económicas, materiales y familias enlutadas. Tan solo esta semana dos niñas se sumaron a la lista de víctimas colaterales de una guerra que no tiene para cuándo terminar.
Los damnificados cada vez más en el olvido. La esperanza de regresar a casa se desvanece para las personas desplazadas por grupos delictivos que tomaron sus comunidades. Transitar de un municipio a otro es un salto de fe, y cualquier detención en el camino enciende el instinto de supervivencia.
Sinaloa sigue bajo fuego, y ni siquiera el despliegue federal ha sido suficiente para pronosticar que vienen días mejores. El clima está sujeto a la voluntad de los grupos en pugna, y a la ciudadanía no le queda más que esperar que hoy sea mejor que ayer. Un día a la vez.
