Una franja negra tapa apenas el rostro de quienes, presuntamente, están detrás de asesinatos, feminicidios, violaciones, ataques a balazos, robos, asaltos, abusos a menores… pero no es suficiente. Cuando veo esas fotografías, a veces, alguno me recuerda a alguien: al señor de la tienda, un excompañero de la escuela, un familiar o un amigo. No puedo evitar pensar en las caras que se atraviesan por mi camino todos los días y que esconden más de un delito.
Todas esas personas se mezclan con naturalidad en la vida cotidiana: en el mercado, en el transporte público, en la cafetería…
Me pregunto si ese policía intimida a comerciantes, mata a detenidos o desaparece personas mientras porta un uniforme azul con la insignia de una comisaría de seguridad. Si aquel vecino extranjero que sale todas las mañanas a correr también estará huyendo de la justicia de su país por un doble homicidio. O si la mujer que limpia el departamento de mi amiga en las mañanas, violenta a sus hijos al regresar a casa. Quizá esa sonrisa que le regalé al pasar me salvó de ser la siguiente víctima de ese muchacho al que luego le vi la pistola fajada a su espalda, cuando se agachó a saludar a un simpático perro.
Esa incertidumbre de no saber cómo son nos hacen más temerosos de hablar con extraños, de responder un saludo espontáneo, de ayudar a alguien a levantarse de una caída o de simplemente dar la hora.
La inseguridad infunde un miedo aislante e individualista hasta que nos deja vulnerables. Se pierde la colectividad, y gana el sálvese quién pueda. Y al final, no nos salvamos nadie.
Falta buscar entre la multitud a los que se arriesgan a conectar, aunque sea un segundo, con un desconocido. Nadie sobrevive solo. Un gesto amable, por más pequeño que parezca, es un ladrillo más en la reconstrucción de la comunidad y la empatía.
Al final, si no puedes vencer el miedo y extender la mano a quien necesita, ¿quién te la va a dar?