Durante décadas, el título universitario fue símbolo de movilidad, prestigio y futuro.
Hoy, esa promesa se está rompiendo. En México y en el mundo, cada vez más jóvenes egresan de la universidad para descubrir que el mercado laboral ya no los espera con los brazos abiertos, sino con la pregunta implacable: ¿Qué sabes hacer, más allá del diploma?
En Estados Unidos, según The Economist, por primera vez en la historia, la tasa de desempleo de los graduados supera a la media nacional. El “premio educativo” —esa diferencia salarial entre quien estudia y quien no— está en caída libre: en 2015, un universitario ganaba 69% más que un bachiller; en 2023, apenas 50%.
En México, según datos del INEGI, la ventaja salarial de un licenciado frente a alguien con educación primaria era de 5 veces en 2016. En 2022, cayó casi a la mitad. El título ya no garantiza ni empleo ni bienestar.
Esto no es solo una crisis del mercado laboral. Es también una crisis de modelo educativo. La universidad, esa gran innovación civilizatoria que aún detenta el monopolio de la acreditación, se rezaga frente el rápido avance de las plataformas digitales y la Inteligencia Artificial. Hoy, una microcredencial de seis meses en ciencia de datos o en programación puede pesar más que años de educación formal. El título pierde mística. Como señala Michael Sandel, atamos el valor de las personas a un pedazo de papel: “generando arrogancia en quienes lo tienen y humillación en quienes quedaron excluidos”.
El Subsecretario de Educación Superior, Ricardo Villanueva, ha sido claro: “un título universitario no debe ser el único pasaporte para una vida digna”. Coincido. Las universidades no pueden limitarse a otorgar diplomas. Deben convertirse en plataformas vivas de conocimiento, conectadas con los desafíos del país, abiertas para toda la vida. Donde la innovación sea social, no solo tecnológica.
Pero, sobre todo, deben recuperar su mandato: formar ciudadanos. Una democracia requiere pensamiento crítico, diálogo ético y conciencia histórica. No basta con saber programar; hay que saber para qué y para quién. El reto es doble: certificar habilidades útiles y formar conciencias lúcidas. Solo así la universidad se reafirmará no como un privilegio individual, sino como apuesta colectiva.